Ofrenda

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miércoles, 6 de abril de 2011

EL HOMBRE INCOMPLETO


Villaviciosa, 25 – I – 2009

El suelo es blando. En la superficie del paisaje ya no hay rocas desnudas, no hay escaleras multicolores entre callejones y puertas repintadas, no hay asfalto. Ha desaparecido el fluir constante e incansable del tráfico. Me asomo a las ventanas del norte y del sur y todo el paisaje está cubierto por una tierna alfombra de diferentes tonos verdes. Me dejo guiar por su aroma y salgo descalzo a la calle. Me dejo guiar por su color y las briznas se enredan en los dedos de mis pies y los apresan convirtiendo mis piernas en dos árboles inmóviles y paralelos.
La pausa no me inquieta. La tierra me recuerda, sencillamente, que al fin ha llegado el tiempo del reposo. Y agradezco el reposo, me ha costado demasiado regresar, como si todo este camino hacia poniente hubiera sido una larga caminata entre arenales resecos, un arenal de profundos ardientes, de otros días que se parecieron a veranos y a brisas incrustando en la piel de mi frente diminutos planetas erosionados por mil choques del oleaje.
A la derecha de esos dos árboles gemelos que son ahora mis piernas camina el mar, a veces corre y se detiene otras, ruge en ocasiones. El sonido es lo único real, no existe color, ni calor, ni el olor del verano, ni viento ni Egeo. He regresado al norte helado del que partió el viaje, del norte helado que se ha convertido en improvisado útero de todas mis partidas temporales, de embarazos ectópicos y partos prematuros y a deshora.
Hace ya varios días que regresé y desde entonces me he asomado de manera voluntaria cada mañana al espejo. Esperaba volver a encontrar la luz transparente sobre mis hombros desnudos, o sentir el aroma de las rosas tardías, las hojas secas del limonero… Pero nada ha sucedido y me he cansado de esperar el milagro de sustituir este olor oscuro de oscuridad y musgo, de muros reverdecidos y una gran gasa gris. Los días de enero, verdes y grises, se han medido en calendarios y en miradas de lástima que comenzaron más allá de los amaneceres de diciembre. Comentarios compasivos de unos y otros que se arropaban perezosos en los pliegues de mi cerebro y se quedaban dormidos esperando que ninguna luz los despertara. Tantas miradas de diciembre que me miraban apiadadas, como si yo fuese un perro abandonado, que se alzaban disimuladas al cielo y en silencio suplicaban: «Pobrecillo, ojalá encuentre a alguien que le ayude a recorrer su camino». A veces las miradas se hacían voces claras y afirmaban directamente: «¡Qué pena que no tengas con quién ir!»
Aquellas voces y aquellas miradas me hicieron sentir el hombre incompleto. Por eso me miraba, también con cierta intención, en el espejo unos días antes de mi partida y hacía repasos, como quien memoriza lo que debe llevar en la maleta:
—Mis dos brazos, mis dos piernas, mis pies gastados que parecen aún nuevos, mi tripa de edad madura, mis canas, mi frente que va perdiendo la partida que se jugó con el tiempo, mi sonrisa asimétrica… Está todo. Hasta los años que esperaba tener.
A mi regreso las miradas son de alivio, como si viniese sano y salvo de una guerra, como si el hombre incompleto volviese sin heridas al refugio absurdo de la nostalgia y la nada. Ese refugio que ellos no saben que es el único que existe. Porque mi realidad es que aquí es donde realmente se materializa el hombre incompleto, aquí es donde noto las ausencias. Los primeros días me falta el habla griega, luego me falta la luz y casi soy crisálida de nuevo. Me faltan los olores, los sabores, la sensación de estar perdido y de no estar buscado y de no estar buscando, me faltan mi ausencia de horario y dependencia. Me acaban faltando tantas cosas en cuestión de semanas que acabo por faltarme hasta yo mismo y es esa la melancolía más agotadora que debo cargar con el peso del tiempo.
En unos días llegará el juego del rompecabezas y recompondré los lugares que fui dejando, los cafés en los que me senté durante horas a escribir, a leer, a escuchar y a coleccionar rostros sin nombre. Volveré durante efímeros minutos a sentirme en ellos. Imitaré con cafés instantáneos y galletas de sabor de coco el ambiente vivido y abriré la ventana para que entre un aire helado de diciembre en las islas. Encenderé inciensos en el pequeño altar que monté hace unos años en el salón de casa y el aroma me regalará un viaje de volutas de humo y tiempo controlado. Una mañana de sábado habrá sol, saldré al balcón y me prepararé un frapé y con el dedo mojado en pintura azul borraré las montañas verdes que veo enfrente y dibujaré olas en calma y seguiré escribiendo y me creeré mi hipótesis de la doble vida; esa hipótesis que dice que todos estamos viviendo dos veces en dos lugares y que simplemente tenemos que elegir qué vida queremos hacer en cada momento y que a veces estamos eligiéndola mal. En ese momento estaré en mi balcón de Symi escribiendo algo sin importancia, descalzo y agotado por alguna caminata. Y en mi otra vida no estaré echando de menos nada, ni estaré intentando fijar nada en la memoria porque tendré claro que no voy a volver y que la escena será definitiva. Y si algo de mí se queda en este lugar, le agradará saber entonces que no existirá ya nunca ese hombre incompleto del que todos se apiadaban y al que yo sólo había conocido en viajes de regreso, pero al que nunca vi en viajes de ida.



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