Desde el mismo instante en que acabaste de escribir tu teléfono en mi muñeca supe que ibas a convertirme en estación de paso. Pero te dejé hacer, te invité a hacer el viaje conmigo.
Voy mirando el paisaje por las ventanillas del coche. No me gusta tu ciudad, te lo he dicho alguna vez, pero ahora, volviendo solo a mi casa con el caer de la tarde, la ciudad me parece aún más fea e impersonal que en la noche de ayer, cuando vine a buscarte. Tu ciudad vive un día de fiesta y eso la hace aún más triste, abandonada a su suerte y a su muerte por asfixia en los naranjas del ocaso.
Me empeñé anoche en que pasaras la noche de san Juan conmigo. Hace años, muchos años que celebro la noche de san Juan y este año no quería que se convirtiese en otra noche más carente de ritos. Por eso, y porque quería estar contigo, me empeñé en que vinieras. Quisiste antes acercarte a una playa y jugar con el fuego. Era san Juan, no podía negarme.
Cogías leña mientras yo te miraba. Algas secas, cañas, una caja de cartón que no tenía restos de nombres. Parecía una galleta mojada y reseca por el sol. Su consistencia deforme se acoplaba bien a la hoguera que querías hacer en medio de la noche. Me pides el mechero y en silencio enciendes el fuego, luego, con una rama ardiendo, enciendes tu cigarro. Lo cojo de tu boca, no porque quiera fumar, sino porque estoy insinuándote así un beso indirecto. Al devolverte el cigarro me es imposible no intentar derrotarte. Empujo suavemente tus hombros hasta que tocan tierra y el beso indirecto ha encendido semáforos en verde.
Paso libre a tus manos.
No sé decirte ahora, porque aún no he dormido y se me disfrazan los recuerdos, si tus manos fueron más inquietas que las mías; pero sí las recuerdo más rápidas; buscaban en mi cuerpo geografías remotas reservadas a nadie. Tu caricia se mezcla con la arena y de esa misma arena se llenan mis bolsillos. Yo los lleno, con premeditación y conciencia de qué es lo que estoy haciendo. Hubo besos en el pasado que me hicieron volar, flotar entre la brisa que el mar nos regalaba. No quería que eso pasase anoche. Si floto, si no controlo el despegue de mi cuerpo, me pierdo entre constelaciones imaginadas y pierdo con frecuencia las rutas del regreso.
Me miras desde cerca, envueltos tus ojos en una oscuridad anaranjada de una playa casi sin luna. Se refleja la hoguera en tus ojos próximos y distintos. En tu ojo azul la llama se hace nube, en tu ojo verde la llama se hace árbol. En tu lengua mi deseo se hizo carne...
Y es el deseo lo que nos lleva hasta mi casa. Te enciendo antorchas por todos los contornos del jardín. La noche se viste de bestia salvaje y pide más ritos de fuego. Mi mano te busca y tu cuerpo la encuentra. Las caricias se dan permiso entre sí y ya no hay quien pueda, ni quien quiera, detenerlas.
Durante un instante de extensión imprecisa tu boca y mi boca se quedan mudas. No sé dónde te has ido ni donde habrá arraigado tu silencio, pero sí sé de dónde viene el mío. Soy incapaz de hablarte en ese minuto de sentimientos y pasiones. Llevo años poniéndole a todo lo que existe en mi interior las palabras del fado, y siento que al volver a nombrarlos, después de tantos años, de tanta frontera, necesitaría traducirme para hablarte. Te pido tiempo, sé que si me empeño o consigo. Tal vez llegue a explicarte lo que quiero cuando digo saudade.
Te he dejado elegirme como estación de paso y he decidido, con alma fadista, jugarme esta partida con el destino sin poner resistencia. Si ganas, los dos habremos ganado, y si te alejas, no habrá ya soledad que te condene al olvido. Vivirás en las paredes de mi casa como un retrato nítido de esta noche de fuegos por todos lados, llamas que danzan y que se quedan pegadas a su antorcha mientras te llevo a mi cama cogiéndote la mano.
Te desnudo y te quejas. El sol de la mañana ha quemado tu costado derecho, tu nalga derecha, tu muslo derecho. Mi mano resbala con una crema blanca por todas tus quemaduras, pero antes caliento esa crema pálida con mi aliento, no quiero que sientas frío, no quiero que el frío habite ahora donde mi mano juega a intentar aliviarte. Mi mano morena sobre tu piel blanca. Se desliza elegante y lenta y jamás me había parecido, hasta ese instante, una mano tan bella. Pongo cuidado para no herirte con los nudos de todas mis pulseras, esas tiras trenzadas de cuero que ocultan los intentos de suicidio, intentos sin fruto, pero sí con sangre, de aquellas veces que quise dejar de ser viudo de los otros y quise que fuese el mundo el que enviudase sin mí, que en el revés de mis párpados negros fuese el mundo y no yo quien vistiese de luto. Pero nunca hubo suerte, la sangre se adormecía a cada instante y sólo conseguía que manchase mi regazo.
Mi mano sigue jugando y tu cuerpo se llena de acantilados al acariciarlo, al dejar la mano caer para que de nuevo trepe a tu piel dolorida, imagino un oleaje en las sábanas en que reposas, un oleaje inventado que se convierte en presentimiento, cuando tu cuerpo pelea excitado contra el mío, cuando tus manos me buscan y me guían, cuando tu sexo se refleja en mi sexo y las salivas se hacen caparazón invisible y húmedo para la desnudez de nuestras pieles.
Pierdo la suavidad curativa que te di hace un instante y mis movimientos son certeros, apresurados, movimientos que poco a poco, en ese oleaje de sábanas y almohadas te acaban llevando a buen puerto. Un puerto oscuro donde sólo se oyen tus sollozos y el húmedo paseo de tu lengua entre mis labios y mis dientes.
Tu cuerpo descansa junto al mío, desnudo, desnudos. Las sábanas han desaparecido, estarán en el suelo imitando una marea baja. La tela no te cubre, pero nos cubre el sueño. Durante toda la noche me persigues por la cama hasta hacerme casi desaparecer por sus aristas. Si me alejo te acercas, me abrazas y me anudan tus piernas... Y yo me dejo hacer, no tengo intención de dormir, tengo que memorizar tu cuerpo mientras duermes, sé que el amanecer está próximo y que querrás marcharte.
Caigo por fin en el sueño como quien cae en la más mortífera de las trampas. No puedo mover un solo músculo en mi sueño. Me retienen los miembros que me enlazan y me entrego a ese cepo sin voluntad de huida.
Por la mañana acerqué la guitarra y mi cadera a tu cadera desnuda. Di un par de notas, luego entoné un fado. Te canté poco después del alba para decirte claramente que no te quería:
«No te quiero, yo digo que no te quiero, y de noche, de noche sueño contigo»
Tu boca aún torpe de sueño le da la réplica a mi fado:
—Tienes más duende que Camarón—, me dices sonriendo.
Y entre risa y zumo de naranja le digo a todas mis negativas que ya no me quedará más remedio que amarte.
He dejado atrás tu ciudad y tu noche. Suenan lejanos los silbidos apagados del expreso. Me siento en mi terraza, el suelo está cubierto de cenizas, llevo un puñado a mi frente para prolongar su luto, para dilatar esta sensación de estación de paso donde ya nunca llueve.
Bucarest, 10 de julio de 2011.