Ofrenda

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domingo, 20 de marzo de 2011

Μύκονος, 03-Ene-05

Me levanto de la siesta un poco aturdido, con la televisión de fondo. Salgo a la calle, la escenografía es completamente diferente. El día se ha oscurecido y esto se transmite con facilidad a mi interior. Mis poros se abren y esta luz gris del ocaso entra lentamente e invade mis venas y mis músculos.
El sol de la mañana ha sido sustituido por unas densas nubes negras, pero hay claros que dejan entrever los rosas y naranjas del atardecer. Las nubes me parecen atractivas y amenazantes. Vuelvo a pasear por la playa y el mar transparente y verde del medio día se ha vuelto metálico y negro. Sobre su oscuridad intensa se alzan las casas blancas del puerto. Se encienden las farolas y me siento en la columnata del Hotel Delos para coleccionar los brillos del agua.
Me asombra este país. Vayas donde vayas existe siempre la posibilidad de la belleza. Puede estar en la luz de una tormenta, en la manera en que la ola amontona espumas en la arena, en la gota de cera que cae de la llama que encendí en la capillita del puerto. La ropa colgada se mueve al viento combinando colores y aromas.
A lo lejos se esconden cuatro pelícanos. Petros I está ya disecado en el Museo Etnográfico. Petros II y Petroula han tenido descendencia, y se pasean por el puerto con el orgullo de quien sabe que va a ser fotografiado.
Comienza una fina lluvia. No me importa. Regreso a la pequeña playa. El aire es sereno, elegante, anciano. Pienso en esta última noche en la isla. Otra despedida. Pienso en cuantas islas he abandonado ya en mi vida y de repente pienso en aquellos besos apasionados en las arenas de Egina que borraron para siempre el color y la forma de mis labios. Otras islas. Otros atardeceres y sopló el viento en Sérifos. Apenas una brisa ligera que se llevó la enfermiza luz de un sol de madrugada, y sopló una brisa que convirtió en noche el día, convirtió nuestro verano en un otoño eterno. Y sopló una brisa ligera que no nos trajo perfumes y pétalos de Persia. Y  nos quedamos solos, sin los minaretes de Rodas recortados contra el templo de Zeus en la colina, sin los aromas embriagadores de las llanuras de Jíos, sus dulces de rosa y miel de color ámbar, sin la transparencia celeste de los mares de Lefkás, las buganvillas de Poros, los lechoncitos que nos persiguieron en Paros, las montañas inacabables de Naxos, las palabras de Creta. ¿Cuántos años hace que abandono islas? ¿Es ésta la única forma en que concibo el envejecimiento?
Y es que quizás la vida sea esto; un viaje de isla en isla, disfrutando de aromas y de ocasos. Quizás sea esto, el no saber jamás a qué isla se llegará al día siguiente, coger el primer barco que zarpa, levar todas las anclas, escuchar la estela que desaparece tras la popa y abrir los ojos en una tierra distinta llena de espuma, arena, sombras azules. ¡Bienaventurados aquellos que cruzaron al menos una vez en sus vidas las aguas del Egeo!
Pero sé que la vida es otra, que hoy es lunes, que el próximo lunes, a esta misma hora, estaré en mi casa de siempre, habré acabado mis clases y mis días se resumirán en un coche amarillo que me llevará de las clases a la helada soledad de mis noches.
Inevitablemente, al pensar en mis imágenes cotidianas vuelvo a pensar en ti. Hoy, con la soledad soplando levemente en mi nuca, vuelvo a echarte de menos. Aprovecho el sonido de las siete olas del atardecer y repito en silencio tu nombre y mi plegaria. ¿Llegará a alguna parte?
Un taxi se para detrás de mí, lleva las ventanillas abiertas y la radio describe con una canción de Jaris Alexíou la escena: “éla, kúma, páre me, kai meV thn agkalía tou páli báleme[1]. No, no es un barato recurso literario, es real. Los milagros existen y todos suceden aquí.

Escribo tu nombre en la arena, quiero saber si el agua se atreverá a tragarlo. Recuerdo los versos de Seferis:
Stò perigiáli tó krufò
ki a5spro sàn peristéri
diyásame to meshméri*
mà tò nerò glufó.
Pánw sth>n a5mmo th>n xanqh>
gráyame tò o5nomá thV*
w2raîa poù fúshxen o2 mpáthV
kaì sbh’sthke h2 grafh’.
Mè ti kardiá, mè ti pnoh’,
ti póqouV kaì ti páqoV
ph’rame th> zwh’ maV* láqoV!
ki a1lláxame zwh’.[2]
Un hombre anciano entra en el bar, lleva un ramo de flores blancas, se las da al camarero, sonríen, el camarero las pone en un vaso de agua en la mesa de al lado, me llega un suave aroma de bienvenida y sonrisa.



[1] “Venga, ola, tómame y ponme de nuevo entre sus brazos…”

[2] En la playa secreta
   y blanca como paloma
   sentimos sed al mediodía;
   pero el agua era salobre.
   Sobre la rubia arena
   escribimos su nombre;
   ¡qué bien sopló la brisa!
   El nombre se borró.
   Con qué corazón, con qué aliento,
   qué deseos, qué pasiones
   hemos vivido: ¡Qué error!
  Y cambiamos de vida.

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