Ofrenda

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domingo, 27 de marzo de 2011

Ξενοδοχείο Καπετάν Βασίλης, 1-I-2008

Toda la tarde llueve con fuerza. Sigo sin poder comprar un paraguas. Me quedo en la habitación del hotel y, sentado con las piernas cruzadas sobre la cama, miro por mi balcón el puerto veneciano y las cúpulas de la mezquita.
    
Los colores ocres de las fachadas, los verdes de las contraventanas de madera, todo se uniforma en grises azulados, como envejecidos por ese tiempo que sólo pasa en las fotografías.
     Pongo la televisión. Noticias. Atiendo pero sin demasiado interés. Las noticias del uno de enero son repetitivas, únicamente cuentan como ha empezado el año en distintas ciudades de Grecia y del mundo. De repente una imagen y unos comentarios hacen que mire más atento la pantalla: un barco de guerra turco ha costeado algunas islas del oriente del Egeo. En esta semana en alguno de nuestros islotes más lejanos han puesto su bandera. ¿Hasta cuando seguirán con estas estúpidas e infantiles provocaciones?
     Hace ya bastantes años, en un viaje que hice por Patmos y Samos, estaba una tarde en el tranquilo e idílico puerto de Pithagorion, la ciudad natal de Pitágoras. Me senté en el extremo del espigón. El tiempo pasaba lento, sereno. A mi lado un niño de unos ocho años pescaba, concentrado a veces, siendo niño otras. Se sentó a mi lado a darme conversación.
     De pronto, desde las cercanías del cabo Mikale, accesible a nado desde Grecia, se aproximaba hasta nosotros un pequeño barco del ejército turco. Su bandera roja con la media luna se veía perfectamente. Pensé que se trataba de una maniobra rutinaria y que el hecho de que se dirigiera a Samos era sólo una dirección obligatoria para seguir luego su camino. Pero no fue así. El barco se acercaba directamente a la embocadura de nuestro puerto. Comencé a asustarme. Observaba la escena preocupado. Miraba la ciudad, la vida se desarrollaba con su calma habitual de pequeña población isleña. El barco ya prácticamente en la boca del puerto. Temí formar parte de algún desagradable acontecimiento diplomático que ocupara portadas y noticias. El barco ya estaba dentro. Busqué una explicación y quien más cerca estaba de mí era el pequeño pescador. Él no había reparado en la escena. Le pregunté, muy nervioso, qué estaba sucediendo. Ni se inmutó, chasqueó con indiferencia la lengua, miró un segundo el barco y siguió pescando. Su boca sólo pronunció una palabra: τουρκαλάδες(1).
     Palabra mágica. Me calmó dicha con tanta tranquilidad por la boca de un niño.
     El barco, como si hubiese escuchado la palabra y hubiera comprobado el mínimo temor que su presencia producía, retomó el rumbo con el que había venido y regreso a la umbría costa turca vencido por la pasividad de mi pequeño amigo.
     No sucedió nada, fue simplemente una provocación absurda con la que aprendí a enfrentarme las siguientes ocasiones en las que he visto repetirse esta escena. Confieso que no me asustó la noticia de la televisión, simplemente me ha hecho sentir molesto. ¿Hasta cuándo, abuelo? ¿Cuándo aprenderán a dejar en paz la memoria de nuestros difuntos?
     Imagina que un día se unieran la sangre, la carne, los huesos de todos nuestros muertos de Creta... Si con todas esas manos que alimentan las uvas de septiembre se formara un día un único para de manos; si con las lenguas que arrancaban a nuestras mujeres por no hablar en turco se formara una sola lengua; si con todos los pechos ametrallados en presencia de los niños se hiciera un solo pecho. Si esto sucediera, abuelo, hasta el propio Zeus parecería un títere al lado de nuestro muerto resucitado. Se habría creado un Diguenís(2), el centinela que con un dedo cambia el rumbo de los barcos, el tiempo y el destino.
     Pero estamos soñando, abuelo, y ni en esta tierra tan parecida a los paraísos que trazamos son ciertos los milagros.
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(1)  Tonterías de turco.
(2)  Héroe de antiguas leyendas que luchaba contra los opresores otomanos.

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