Ofrenda

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jueves, 17 de marzo de 2011

Φιρά, 26-Dic-04.

He tenido que salir de la catedral porque apenas podía contener la emoción.
Tras la reparadora noche mi cuerpo ha gozado de una sesión de lujos: desayuno en la terraza, una vista inigualable, las primeras luces zambulléndose entre el mar Egeo y la lava. Un cigarrillo, una ducha y las ganas de salir a pasear, mientras la ciudad casi fantasma se despierta sumergida en olor de café.
Al pasar por la puerta de la catedral de Υπαπάτνη(1), los cantos ortodoxos han ejercido sobre mí su esotérico poder de atracción. Nunca había estado en esta catedral, no es especialmente bella, la antigua fue destruida por el terremoto de 1.956 y ésta se ve demasiado nueva, aunque respeta en lo esencial las formas bizantinas.
He entrado en la catedral poniendo la debida atención para saber dónde debía sentarme y me he dirigido a la derecha, el lugar reservado a los varones. Tres hombres mayores cantan con voces espirituales, graves y profundas. Las vocales eternamente prolongadas encierran sus misterios de siglos. Hay pequeñas luces por todas partes, velas marrones que la gente enciende llenando de una fe ardiente y cálida los candelabros de bronce que devuelven brillos a la sala. Con el canto como fondo, el sacerdote oficia la liturgia. Es un personaje secundario en esta escenografía, el coro, como en las tragedias de Esquilo, es el absoluto protagonista. El sacerdote pasa largos tiempos en silencio, enviando únicamente incienso y bendiciones, asomado tímidamente a la puerta principal del iconostasio; apenas sale de ese refugio sagrado, pero el aroma del incienso nos llega y llena las amplias cúpulas.
He recordado las mezquitas del Cairo y de Estambul. Hay tintes musulmanes en este rito cristiano. Los cantos monótonos y graves en una lengua extraña, los aromas fuertes, la división por sexos del espacio, los libros de cantos escritos con símbolos casi cúficos, los pneumas, que indican cuál ha de ser la entonación adecuada, el gigantesco tamaño de la cúpula. Una Santa Sofía ligeramente disminuida. Vidrieras de colores que filtran la luz horizontal de la mañana dando vida y relieve a lo colores planos de los frescos bizantinos.
Todo el conjunto me hace recordar y reconocer antiguos ritos y misterios infinitos; eleusinos unas veces, dionisiacos y cristianos otras.
De pronto, a la izquierda del iconostasio, una puerta pequeña se abre. Entra en la escena una niñita rubia. Es la hija del sacerdote, la niña busca la mirada del padre. Todo el misterio se vuelve entonces humano y en el interior del templo florecen las sonrisas.
Ahora, en el exterior, paseando de nuevo por las vacías calles de Firá, una maceta llena de geranios ardientes me regresa a la vida.

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(1) La Presentación de Jesús en el templo.

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