Ofrenda

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sábado, 26 de marzo de 2011

Ξενοδοχείο Κρύσταλλ, 28-XII-2007

Sin pretenderlo he creado un ambiente cálido e íntimo. Diciembre y un amplio balcón que mira al mar de oriente. No hay luz en la terraza y bajo a comprar unas velas que enciendo y pongo sobre la mesa. Es suave la luz y combina perfectamente con las tenues lamparillas navideñas que decoran el puerto. Los siempre presentes barquitos de bombillas diminutas que aparecen cada diciembre en todos los puertos griegos.
     Me ha llegado un mensaje de Sara que me ha hecho recorrer las calles con una amplia sonrisa. Me decía simplemente que me quería. Nada más. Cómo se ha convertido en mi vida en una persona de importancia y confianza. Nada hay más valioso que la aprobación y el afecto de alguien tan bondadoso e inteligente. Que los dioses nos concedan largos años de conversaciones.
     La noche se ha ido poniendo clara y luce sus estrellas. El dragón se ha dormido.
     He paseado por las calles de Sitía absorto en pensamientos dedicados, o más bien, provocados por ti. Me dijiste una vez que nuestra vida era un espacio luminoso. Bueno, tus palabras exactas fueron: “Venimos de un oscuros abismo; nos dirigimos hacia un oscuro abismo; al espacio luminoso e intermedio lo llamamos Vida”. A veces sospecho que ese espacio intermedio no es tan luminoso. Demasiadas sombras. Unas son nuestras y no podemos deshacernos de ellas sin aniquilar los astros que las proyectan. Otras son sombras ajenas. Presentes, densas a veces. Cada una de las sombras que no nos pertenecen tiene la forma del dolor o del recuerdo. El tiempo queda detenido ante nuestro avance. Nos alejamos irremediablemente hacia la muerte, al segundo abismo oscuro y todo lo que vivimos con nosotros mismos o con los otros forma en cada minuto la sombra de un recuerdo nuevo.
     Añadías: “En cuanto nacemos comienza el regreso. Al mismo tiempo la partida y el retorno”. Todos nuestros avances no son más que pasos dados para acercarnos a nuestro fin. Cuando mire atrás, en el último aliento, espero encontrar todos los hilos atados, hermosamente tejidos y las cunetas de mi sendero sin muchos restos de basura.
     Pensando y caminando, sin ser consciente de esos pasos dados hacia la muerte, llego a la puerta de una iglesia. Fuera había restos de una hoguera, en la pequeña plaza que hay frente a la puerta. Algunas personas, en su mayoría mujeres, cogían restos de ceniza y las guardaban, se llevaban las cenizas en frascos, bolsas o pucherillos. Me mantengo a una distancia prudente de la escena, la exigida por mi respeto hacia lo que me parecía un rito, los rostros serios casi lo indicaban.
     Recuerdo haber leído que en Olimpia se llegó a formar un montículo de unos tres metros de cenizas por los incontables sacrificios realizados. Los arqueólogos han podido ubicar el lugar exacto porque la tierra estaba negra en el punto en que hace más de dos mil años se repetían los sacrificios a Zeus Olímpico.
     Hago un tímido avance hacia las cenizas. De cerca observo que se santiguan antes de coger su porción y llevársela. No he podido contener mi curiosidad y le he preguntado a la más joven de las mujeres.
     El día de Nochebuena, me ha dicho, en todas las casa de los cristianos hay que echar al fuego el tronco más grande, el que durará en la chimenea hasta la salida del sol. Este tronco se llama el Xilójristo, es decir, el madero de Cristo. La tradición dice que cuando Jesús nació nevaba con fuerza (curioso fenómeno en Palestina). Para que el divino bebé –cito literalmente el modo en que lo ha llamado- no pase frío, en los hogares cristianos se enciende el mejor leño. Podría ser que Cristo viniera a visitarnos y no podemos permitir que vuelva a pasar frío.
     Ahora muchas casas ya no tienen chimenea y la tradición podría perderse. Son entonces las iglesias las encargadas de encender el fuego; cuando se ha extinguido, la gente que no ha podido realizar el ritual en la casa se lleva parte de las cenizas. Si Cristo los visita, sabrá que al menos en su corazón ellos también deseaban darle calor.
     A medida que hablábamos, otras mujeres se han ido acercando a la conversación. Añadían detalles al relato. Una anciana viva y simpática le ha dicho a la que estaba a su lado, sorprendida:  Άκου, ο ξένος θέλει να μάθει(1).
     La que estaba a su lado, emocionada por la curiosidad del extranjero, añade detalles; me ha dicho que cuando se oye el crepitar del madero, es que se está quemando en él un mal pensamiento, un mal deseo o cualquier otro demonio que habita o quiere habitar nuestra casa.
     La anciana viva y simpática me ha dado en el brazo con su codo, en señal de camaradería y afirma:  Ένας διάολος, ένας Τούρκος, ας πούμε...(2)
     Me ha hecho tanta gracia que mis carcajadas unidas a las suyas han roto todo el misticismo de la escena. El resto de mujeres también ha comenzado a reír y una de ellas mirando con gracia a la anciana ha dicho:
     -Σώπα, ρε Λευτεριά, πονηρή θα σας θεωρεί ο ξένος(3).
     Y todo hemos seguido riendo.
     Mi pensamiento entonces ha volado a ti como una lechuza sabia que se abre camino en medio de la noche. Y sé que te habría gustado el detalle, que lo estarás incluso celebrando al escuchar lo que te cuento, ese bonito detalle de que la anciana que se reía de los turcos se llamase Libertad(4).
     Espero que en su descanso mi bisabuelo cumpla su promesa en esta noche: “Cuando Creta sea libre, reiré yo también”.
     Riamos los tres, ría nuestra sangre y rían las venas subterráneas del dragón mil veces herido.
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(1) Mira, el extranjero quiere enterarse.
(2) Un diablo, un turco, por ejemplo...
(3) Calla, Lefzería, el extranjero va a creer que eres mala.
(4) Libertad, en griego Lefzería o Eleuzería.

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