Μονή Φανερομένης, 29-XII-2007
Cruzo pequeñas ensenadas con un mar bravo y celeste. En una de ellas se distingue aún el resto de una cantera minoica. Paro a hacer algunas fotografías. Más allá, el islote de Mojlos, separado de Creta por un terremoto.
Según el cuentakilómetros del coche he llegado al monasterio. Bajo y no veo nada. Un pueblo completamente fantasma al que sólo los ladridos ansiosos de unos cuantos perros, encerrados en un recinto alambrado, parecen darle vida. Nadie en las calles. No hay coches, no hay niños, no hay ancianos sentados en las puertas. Pero huele a pan recién horneado. Camino perdido, irritado por los inútiles ladridos y sintiéndome otro perro sin amo. De pronto, escrita a mano, en una pared que un día estuvo encalada, la indicación del monasterio y una flecha. Son sólo cincuenta metros lo que me separan de él.
Desaparecido del mundo, sombreado por valles de densa vegetación, es el lugar perfecto para que mi bisabuelo viniera a parar aquí con sus hombres.
Tras un paseo por todo el monasterio regreso al interior del templo; enciendo un par de velas. Me marcho.
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