Ofrenda

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domingo, 27 de marzo de 2011

Μονή Αγκαράνθου, 30-XII-2007
Nunca consigo poner en orden las rutas. Me pierdo y me vuelvo a perder haciendo que mis caminos se prolonguen indefinidamente. Voy a Myrtiá, pero en el trayecto las tentaciones son muchas.
     Una carretera estrecha bordeada por altos chopos; más allá los interminables olivares trepan con sus arcaicas raíces la dura ladera de los Montes Blancos. Pequeñas capillas enjalbegadas que llaman mi atención y de pronto la indicación de que a cuatro kilómetros esta el monasterio de Agkaranthou. Sigo el pequeño y ascendente camino. A la entrada del monasterio hay varios coches. Me gusta ver los monasterios en soledad, pero ene estos días son frecuentes las visitas. Al menos no me encuentro con filas de autobuses de llenos de turistas gritones con caminar inseguro de pato sacado de la jaula.
     Este es otro de los monasterios en los que estuvo mi bisabuelo. Fueron muchos los años de lucha y muchas las ocasiones en que tuvo que proteger su vida y la de sus hombres para entregársela a la tierra en el momento oportuno.
     El monasterio es modesto, como casi todos los monasterios de Grecia. Parecen placitas de pueblo con sus casas encaladas o de piedra vista. Jardincillos en las puertas, bancos de madera y en el medio la iglesia.
     Visito el templo, sus frescos, sus velas encendidas y las que yo añado. El olor del incienso es fuerte y el humo denso; es temprano y muy posiblemente los monjes han terminado ahora oraciones y sahumerios.
     Cuando iba hacia la salida, un monje joven me ha llamado. Creía que no era a mí, pero ante su insistencia me doy la vuelta señalando mi pecho con un dedo. Me invita a tomar un café con el resto de los monjes y con los que les acompañan en ese día, los vecinos de pueblos cercanos. Siento a la vez timidez y curiosidad. Soy siempre reacio a interrumpir la vida desde el papel de observador que me he asignado. Pero finalmente entro.
     Bienvenidas, preguntas, café griego de consistencia espesa y dulces en una larga mesa cubierta con un ajado hule de flores. Felicitaciones por mi griego y la sorpresa de encontrar a un extranjero que viene de tan lejos a este monasterio perdido entre riscos y valles.
     Las conversaciones van de lo cotidiano a Dios, sin pausa, formando un todo amalgamado y con una conexión sorprendentemente lógica. Observo en silencio, apenas contestando a las preguntas. Los fieros rostros cretenses se serenan en el monasterio y reinan la calma y las sonrisas.
     En el momento que creo más oportuno me levanto, agradezco el café. Insisten cortésmente para que me quede. Pero tengo prisa. Quiero llegar a Myrtiá. Quiero volver a casa.

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