Ofrenda

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domingo, 27 de marzo de 2011

Μυρτιά, 30-XII-2007
 
La radio del coche no funciona bien, o yo no sé ponerla, que es otra posibilidad. La música va y viene, se pierde en cada curva y sólo hay una emisora sintonizada. El sonido intermitente me molesta. Un día más me duele la cabeza y se me ha olvidado comprar algún analgésico. Así que recorro mis caminos en silencio y pensando en ti, pensando en Creta. Otras veces canto para hacerme compañía, para que la soledad de la carretera no se le pegue a mi alma.
     Pienso en la fertilidad explosiva de la isla y me asusta pensar cómo fue abonada. Creta es un gran poeta romántico que ha sabido sacar sus frutos con el sólo abono del dolor y el sufrimiento. Extraña tierra esta que devuelve frutos hermosos cuando sólo se le han entregado tumbas y sangre.
     Recuerdo que en todos tus viajes, en todas tus largas ausencias de esta isla llevabas siempre un pequeño saquito con su tierra. Decías que con tanta sangre, tantas lágrimas, tanto sudor, el milagro era que toda ella no se hubiera convertido en un desierto de lodo. Es este sol intenso quien no lo permite, quien seca todos los humores humanos y los regresa al aire. Evapora sus lágrimas, su sudor, su sangre y las eleva en humos de incienso y con voces de plegaria y maldiciones.
     Sí, así son los cretenses, así somos los que llevamos esta sangre. Súplica y amenaza a los dioses y los santos que un día nos conceden nuestro descanso y al minuto siguiente nos abandonan. Cuantas veces mi bisabuelo levantaba los puños al cielo, desafiante, exigiendo justicia y libertad, diciéndole a Dios que él no suplicaba, que él pedía cuentas. Luego encendía una lamparilla de aceite ante el pequeño icono de san Minás que había en su austero dormitorio y, sin olvidar sus amenazas, entonces comenzaba la súplica.
     Me tomo un café con leche en la plaza del pueblo, bien sombreada por el exuberante follaje del plátano. No tengo prisa por llegar a tu casa; es más, creo que deliberadamente me retraso para aumentar el deseo.

*    *    *

Una casa de piedra en una plaza asimétrica. La puerta de madera está cerrada. No se oye nada en el interior y la llave está por fuera, puesta en la cerradura. Entro. Hace frío, demasiado tiempo cerrada la casa. Un interior oscuro. Poco a poco mis ojos recuperan la visión acostumbrándose a la penumbra. Frente a mí se extiende un universo de palabras, colores, objetos cotidianos, dibujos. He sentido que faltaba tu olor, el olor que te acompañaba cuando te sentabas a escribir durante horas, sin cansarte, sin darle tregua a tu cuerpo tan débil. Me gustaba esa costumbre de poner frente a ti unas ramitas de canela y dos nueces moscadas partidas a la mitad. Cuando las palabras no te llegaban, cogías una mitad de nuez, la acariciabas, jugabas con ella y olías luego las yemas de tus dedos. En ese olor a fruto estaba la palabra que te faltaba.
     En una de las urnas se conserva una rama de almendro en flor. Un escalofrío ha recorrido mi espalda. En mi pequeño altar exiliado hay también una rama de almendro. Junto a la rama la frase que escribiste en Athos, después de pasar cuarenta días en los monasterios con tu querido Sikelianós: “Hermano almendro, háblame de Dios. Esa noche el almendro floreció”. Para ti fue la floración fue la prueba de la existencia de un dios. Para mí es la eterna prueba de la unión indisoluble que en mi vida hay entre el amor y el luto. Quizás también por eso visto siempre de negro.
     Antes de dejar tu casa te escribo una carta; una carta breve que dejo en tu escritorio. Te agradezco en ella lo aprendido y te prometo mi compañía en los caminos. Salgo, sin volver la mirada, sin nostalgia, deseando que la ausencia por los muertos sea la única ausencia a desear ya en mi vida. Con los dedos empapados de agua de la fuente escribo en la pared: ΕΛΕΥΘΕΡΙΑ Η ΘΑΝΑΤΟΣ. LIBERTAD O MUERTE.
     Visito la iglesia. Abandono Myrtiá.

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