Ofrenda

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domingo, 27 de marzo de 2011

Μόνη Αρκαδίου, 31-XII-2007
Durante nueve años, abuelo, viví en una tierra de olivares. Sin embargo, siempre me quedo pasmado contemplando los olivares cretenses. Gruesos, altos, retorcidos. Te imagino en los días de los calurosos veranos de la isla durmiendo a la sombra de alguno de estos generosos olivos; dando más reposo a tu joven cabeza que bullía que a tu torturado cuerpo.
     Avanzo disfrutando del paisaje, deslizándome suavemente por una carretera prácticamente vacía. El día es gris, hay nubes rápidas que filtran a veces un despistado rayo de sol aprisionado. Esa misma luz se filtra de nuevo entre las hojas plateadas de los olivos y llega a besar el alfombrado suelo de nuestra isla. Reverencia de la luz a esta sagrada tierra.
     A la derecha de la carretera se abre una frondosa y profunda garganta, trabajada  durante milenios por algún minúsculo río. La vegetación aparece por todas partes, no hay en el recorrido ni una ladera de roca mínimamente pelada. De repente una curva y todo cambia. Una extensión pedregosa y estéril. El paisaje se hace duro y en medio de la llanura se levanta el monasterio más triste de Creta, el más doliente de toda Grecia.
     En esta visita a Creta me han acompañado distintas historias trágicas de los monasterios en los que mi bisabuelo estuvo. No sé si alguna vez vino a éste, a Arkadi, pero su imagen es la que me produce el dolor más intenso.
     Un recinto sagrado, grande, pura piedra con escasas ventanas. Un pequeño edificio con una cúpula y dos arcos, algo alejado del recinto principal. Me acerco primero a este pequeño edificio. Cuatro bustos de bronce y una habitación diminuta coronada por la cúpula. Paredes blancas, blancas en su día, ahora tienen un grisáceo melancólico adquirido por el humo de las velas, la pena y la devoción del recuerdo. Pegado a la pared de fondo hay un mueble, una vitrina llena de cráneos que me observan de frente con sus ojos vacíos y asustados. Comienzo a sentir la sombría y siniestra historia del monasterio. Un nudo en mi estómago y en el pecho un agujero negro por donde entra todo el frío de la llanura de piedra.
     Atravieso la puerta principal del monasterio. Un arco se abre: en medio del patio una imagen conocida. No es conocida sólo porque hace quince años ya estuve en Arkadi; la imagen se repite mucho en mi memoria porque hasta que Europa nos cambió la moneda, este monasterio aparecía en los billetes de cien drajmas.
     Entro en la iglesia, vacía, fría. Unos viejísimos iconos decoran sin coherencia las paredes. Enciendo velas, muchas velas, pero nada da calor al agujero negro horadado en mi pecho.
     El suelo hace el eco de mis pasos. No soporto más esta soledad y este vacío y juego a crear un pequeño escenario en el que actúen los personajes que guardo en almacenes de pasados. Hace quince años olía a incienso. Una anciana delgada, con su brazo izquierdo cortado a la altura del codo, ofrecía a los santos el aroma de la resina sagrada. Se acercó a nosotros y habló con Mario. Su apariencia morena seguramente le resultaba más agradable. A pesar de ser yo quien hablaba en griego, la anciana había decidido no mirarme. Luego, en un arrebato de valor y valentía me preguntó: Γερμανός;(1)  Negué a la manera griega, levantando la cabeza hacia atrás y subiendo las cejas. Α, τότε εντάξει(2).
     Creo que la historia de su mutilación en ese momento dejó de ser un misterio.

     Recorro los espacios donde habitan los monjes. Si es que ahora vive aquí alguno. Pequeñas casas de piedra con bellos corredores que miran al patio a través de arcos, macetas y flores. Todo tan apacible que la historia del monasterio parece sólo una leyenda negra.
     En mayo de 1866, cuando comenzó la gran Revolución de Creta, se reunieron en el monasterio mil quinientos hombres armados para organizar la revuelta. El pachá turco de Réthimno envió enseguida al ejército a Arkadi para ahogar el levantamiento. Los revolucionarios griegos habían huido y los turcos asolaron el interior de la iglesia. Temiendo una segunda incursión turca, los griegos se atrincheraron en el interior del monasterio. El siete de noviembre los turcos enviaron quince mil hombres y treinta cañones a rodear el monasterio; en el interior había doscientos cincuenta y nueve hombres armados y un total de setecientos cinco mujeres y niños que allí se habían refugiado. La situación de los griegos era difícil y el abad Gabriil mandó a dos hombres a buscar ayuda, no hubo respuesta. Los turcos derribaron a la mañana siguiente la puerta central y entraron en el monasterio. El abad reunió a todos en el almacén y decidió que nadie caería en manos de los turcos. La batalla continuó, el abad murió, Jaríklia Daskalaki, una campesina, cogió las armas de los muertos y se las dio a los vivos. Lucharon hasta el final. Se vieron completamente asediados y decidieron incendiar el monasterio con ellos dentro, un suicidio colectivo que impidió a los turcos apresar a los griegos. Eran los ojos vacíos de estos griegos quienes me contemplaban desde sus urnas esta mañana.
     Arkadi es para mí el símbolo de la barbarie turca, el símbolo del dolor humano, del alto precio de la libertad. Me parece más que nunca ensangrentada esta sagrada tierra nuestra, abuelo. No comprendo como no escuchamos en cada instante los gritos de dolor de nuestros muertos. El río de lágrimas que atraviesa Creta de este a oeste no puede lavar en años todo el sufrimiento vivido en estos muros.


Pero los muertos nos respetan, guardan silencio. Son ancianos que no desean cansarnos con sus historias, nos dejan recorrer nuestros caminos y nos dejan, quizás de modo vengativo, que volvamos a equivocarnos.
     Me siento en una piedra mirando ya desde fuera el monasterio. Con justicia desaparece de mi pecho el localismo. Arkadi es hoy Pakistán. Ayer Arkadi fue Bagdad, Arkadi es África, Arkadi seguirá siendo Centroamérica, Chechenia, Palestina... Los gritos de dolor de los muertos de Arkadi son los gritos de dolor de los muertos del mundo. Y en ríos como venas subterráneas, se unen sin temor esta mañana de invierno todas las sangres.
     ¡Cuánto dolor, abuelo, cuánto dolor vertido para nada! El ser humano es incapaz de aprender las historias que la sangre escribe.
     Sagrada y sangrante tierra de Creta. Sagrada y sangrante tierra de los hombres.

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