Ofrenda

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martes, 15 de marzo de 2011

EL PUENTE SLASKO-DABROWSKI


El último domingo en Varsovia por la tarde se deshizo el cielo, de repente. Quería cruzar al barrio de Praga, el barrio desaconsejado por todas las guías. Como en todas las ciudades, necesitaba también en Varsovia mi noche de adrenalina y callejones en penumbra. El cielo, imitando una perfecta metáfora de mi vida, me ponía obstáculos en la tarde del domingo.
Por una escalera llena de orines y graffiti bajé hasta la orilla del río y me refugié bajo uno de los puentes que cruzan el Vístula. Cerca de los pilares tres mendigos encendían una hoguera y ponían a salvo sus bolsas y algo de leña. Poco a poco el espacio que había bajo el puente se fue llenando con otras personas que buscaban refugio. Dos parejas que llegaron en bicicleta, un padre con su hijo, tres señoras con bolsas de plástico en la cabeza y dos hombres a los que la lluvia les había sorprendido mientras hacían footing.
Todos nos pusimos a mirar en silencio la hoguera de los mendigos. Maniquíes de una performance callejera con los planes del domingo interrumpidos.
Rompieron el silencio por unos segundos dos parejas que llegaban por la izquierda y la derecha del improvisado refugio. La pareja de la derecha, un chico y una chica de unos quine años, llegaron con la risa estridente y la ropas empapada. Vieron el grupo de maniquíes silencioso y estáticos y desparecieron otra vez bajo la lluvia con carcajadas nuevas. La otra pareja la formaban dos hombres jóvenes, franceses, creo. Las mujeres de las bolas en las cabezas, irritadamente solteras, los miraron con desprecio. ¡Qué harían allí aquellos dos! Desertores de la causa de un matrimonio como Dios manda.
Todos seguíamos mirando la hoguera. Parecía que habíamos sufrido una especie de hipnosis colectiva. Pero no era eso, estábamos ociosos, contrariados y resignados, ni más ni menos. Con el fuego me entraron ganas de fumar. Y yo sin tabaco ¡Maldita decisión de purificar mis pulmones en Varsovia!
Aquel cuadro me puso triste. Comprobé que de todos los que estábamos debajo del puente yo era el único que estaba solo. Había llegado solo y me iría solo. Me atacaron todos los recuerdos que habían permanecido agazapados, esperando el momento de encontrar a su presa vulnerable. En aquel laberinto de agua, de tarde oscurecida y ritmo, quise encontrar a tientas el pomo que le cerrase la puerta a mi pasado. La tristeza de muertes que se superponían y que de un modo tenue diluían apenas los lutos de otras muertes con fechas casi olvidadas.
Dejó de llover, debajo del puente sólo quedaron el Vístula y los mendigos. Los demás nos fuimos de dos en dos, de tres en tres, y uno.
Seguí hacia Praga por el puente empapado. Llegué a la catedral ortodoxa de María Magdalena y entré. No tanto por fe como por sentirme acompañado.
Acabó la misa y me cercó la noche. Recorrí los callejones prohibidos con el único deseo de que mis recuerdos se diluyeran con la llovizna intermitente. Pero no era así, me seguían; no fui capaz de encontrar la puerta que encerrase para siempre el pasado. Tenía además la certeza de que si lo hubiese conseguido, me hubiera pasado el resto de mi vida con el ojo pegado a la mirilla. Al fin y al cabo –pensé–, el pasado era lo único que tenía.
Seguí paseando hasta un centro comercial para tomar un café. Me pareció ver a la señora de las frambuesas saliendo de una de las tiendas y recordé que al día siguiente sería mi último concierto en aquel patio. Ya sabía que no la iba a invitar a cenar, que aquello era un plan absurdo; pero sí sentí la necesidad de comprarle una flor. Pero no una rosa, no, algo más sencillo. Y con la idea de la flor me fui contento.
Compré unos iris el lunes a mediodía. A las cinco me duché y me puse ropa limpia. Salí del apartamento, de mi casa polaca, con las flores y la sonrisa que llevan –o llevaban– los adolescentes en sus primeras citas. Entré en el patio y aunque había sillas libres me volvía sentar sobre el césped.
Es día tocaban tres lituanos. Dos chicos y una chica. La chica y uno de los chicos tocarían el piano, el otro, el violonchelo. La señora de las frambuesas no estaba, pero no me extrañó, había observado que siempre llegaba unos diez minutos tarde.
Tocaron piezas clásicas y unas variaciones de Astor Piazola. Impresionaba Chopin a ritmo de tango. Sopló en un momento el viento y el violonchelista perdió el compás y las partituras. Todos aplaudimos como locos, un aplauso que se traducía en un: son cosas que pasan. Posiblemente fue el mejor de los conciertos a los que asistí en Varsovia, y la señora de las cerezas se lo estaba perdiendo. Yo miraba de vez en cuando y no llegaba. Un fotógrafo iba y venía de un lado a otro. La presentadora trajo unas pinzas metálicas de oficina para las partituras, pero el viento, sólo por llevarle la contraria, no volvió a soplar. Terminó el concierto.
Terminó el concierto y los iris se quedaron en un banquito de piedra, con su papel de celofán y su cinta amarilla.
Las cerezas, las grosellas y las frambuesas se habían esfumado con las lluvia del domingo. Aquello era lo único que hubiera deseado que permaneciera en mi memoria cuando diera ese portazo que siempre estoy intentando.
En estos días los recuerdos siguen haciendo sombras chinescas en el revés de mis párpados cada vez que cierro los ojos. Ellos juegan así. Se burlan de mí. Sé que algunos recuerdos se han borrado por accidente y otros que, de puro viejos, se borrarán con el tiempo, por mucho que yo ahora esté deseando amarrarlos. Otros, en cambio, como ese recuerdo de una tarde en Varsovia en la que regalé a la señora de las cerezas un ramillete de iris y ella me lo agradeció con una sonrisa, una sonrisa que yo agradecí a mi vez con un beso en la frente y una caricia en su pelo recogido, esos recuerdos, si los quiero conservar, tendré que inventarlos.

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