Ofrenda

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sábado, 12 de marzo de 2011

LA CASA POLACA


A veces el verano es cómplice de algunas contradicciones. Aquí las tardes del verano son calurosas y sin embargo se mantienen inflexibles los horarios de país del Este. Ya me he aprendido en estos días algunos de las peculiaridades más tentadoras de la ciudad. Entre ellas está el concierto de las cinco. Siempre un concierto de piano en el patio de un edificio oficial. Entré la primera tarde seducido por la música. No sé qué hay en el edificio, ni a qué se dedican los que trabajan allí. Cualquier cartel en polaco es un indescifrable jeroglífico. El concierto dura aproximadamente una hora y cuando termina me suelo ir a otro concierto en algún punto de la ciudad. En todos los parques, las plazas y los cruces se celebra el bicentenario de Chopin. Todos los pasos van acompañados de música. Todos los paseos de acordes. Cada concierto tiene algo especial que se clava en mi memoria a largo plazo. Un solista singularmente virtuoso, una pieza de piano de otra etapa de mi vida -una etapa tan lejana que parece corresponderme ahora como una reencarnación antigua que no voy a repetir-, un público que aplaude arrebatado…

En mi concierto de las cinco es una señora de mediana edad quien se va haciendo un hueco en mi memoria. Y por ella es por quien realmente repito todos los días a pesar del calor. Me siento siempre en el césped y ella me señaló el primer día una silla que se había quedado vacía. Sonreí mientras negaba la invitación y seguí en el suelo, convirtiéndome en el país favorito de las hormigas. Desde aquella tarde hay un cruce de sonrisas, leve y a la vez sincero; al menos por mi parte es muy sincero. Ella se ha convertido en mi compañera de los conciertos de las cinco. Lo decidí así el segundo día. Trae cada tarde una bandejita de plástico con frambuesas, con grosellas o cerezas. Come despacio mientas escucha la música. Parece tan relajada, tan ausente entre las notas. Siempre se descalza y come fruta. El segundo día una grosella y su mano se quedaron a medio camino entre la bandejita y su boca. El piano prohibía en ese momento dar placer a otro sentido que no fuese el oído. La mirada fija de mi compañera en el teclado era una mirada perdida. Tal vez perdida en algún punto de su pasado tan lejano que le parecía entonces de una reencarnación antigua que debería repetir.

Hoy ha llovido en el concierto. Hoy me ha ofrecido frambuesas. Me las ofrece en polaco y las agradezco en español. Y así nos entendemos. Quitando la razón y el trabajo a todos los intérpretes, los traductores y los profesores de lenguas extranjeras.

Por la noche regreso a mi apartamento en el número 6 de la calle Piekarska. El apartamento es más grande que alguno de los pisos en los que he vivido. Está pintado de color verde grisáceo, como las hojas de los olivos de Florencia; un color que también he utilizado a veces para pintar mis casas. Desde las ventanas se ven a pocos metros las murallas de la ciudad vieja. Mi casa pertenece al antiguo burgo y aparece en las fotos de las guías de Varsovia.

Alguno de estos días, al volver, me ha apetecido mucho hacer una fiesta en el salón. Desde el mismo momento en que puse un pie en la casa, pensé que el salón era un salón de reuniones con amigos. Pero esto es Varsovia y tampoco aquí conozco a nadie. Aunque he de confesar que a veces, en estos ocasos inagotables de país del norte, fantaseo con la idea de invitar a cenar un día a la señora de las frambuesas.

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