Ofrenda

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domingo, 20 de marzo de 2011

Αίολος, 04-Ene-05

Estoy muy asustado; el barco se desplaza rápido entre vientos y olas que empapan las ventanas del segundo piso. Espero que Ai-Nikólas nos proteja. Hay unas olas tan grandes que al doblar para llegar al puerto de Tynos el barco ha parecido completamente inseguro. Que la Panayía de Tinos nos ayude aunque no sea 15 de agosto.
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Ya se ve la ciudad de Tinos. En lo alto el monasterio de la Virgen, gigantesco, blanco, imponiendo su presencia al pueblecito de calles rectilíneas, es un monasterio de formas torpes. El mar se calma. Dóxa to Qeó[1].
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Vuelven los vientos y las olas. Recuerdo la maravillosa frase de un anciano en un lejano barco, hace ya tantos años… ¿Qué tememos? ¿Al mar tememos? ¿Acaso no somos griegos?
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Cuando uno se acostumbra a estas violentas embestidas del mar, el viaje resulta excitante. En la televisión acaban de decir que ha habido un pequeño terremoto en el Golfo Sarónico, tan sólo de 4,5. Quizás es por eso por lo que el mar, ennegrecido, nos somete a este vaivén. Pienso en navegaciones antiguas y en el religioso y reverente temor que Poseidón debía despertar en los marineros. A lo lejos, difuminado por las incontables gotas de agua que salpican las ventanas, se ven las montañas del Ática. Ya se adivina el promontorio de Sounion, el templo de un dios del color del bronce viejo.
Nos informan por megafonía de que el barco debe ir más lento por las inclemencias del tiempo. Nos dirigimos al epicentro, porque el viaje así lo exige. Pienso entonces en aquellos monstruos que dificultaron el viaje a Odiseo y la evidencia me hace sonreír.
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¿Cuántas veces he visto el templo de Poseidón de cabo Sounion? No creo que pueda recordarlo. Hoy me impresiona su simplicidad al contemplarlo desde el mar, recortándose en un contraluz de nubes anaranjadas que dan al mar brillos rojizos, como si hubiese terminado en este preciso instante una cruel e inútil matanza de delfines.
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Una tristeza pegajosa y con aroma a brea gobierna mi interior ante la cercanía del Pireo. Atenas está ahí mismo, con el nuevo brillo de la Acrópolis, la soledad amarillenta del Lykavittós. Pocos días ya en Grecia. Atenas es ahora la antesala real de mi cotidiano frío, de días grises semejantes a sí mismos. Y de pronto un nuevo milagro en la voz de Jaris Alexíou “Zoúme s 1éna kósmo magikó, me fónto thn Akrópolh, to Lukabhttó…”[2].
¿Qué significan todas estas señales cantadas en la voz de Jaroula? ¿Será la caída del telón de este tiempo de mar, de sogas gruesas y saladas en los puertos, de ventanas azules al Egeo? Ya no refrescará mi vista el desorden de redes amarillas, de paredes hechas de luz y cal desconchada, de flores violetas junto al mar. Santorini está lejos, muy lejos. Los días de navegación y palabras la han llevado en mi recuerdo más allá de su verdadera geografía. Hace años que vi el volcán, hace siglos que perdí la tumba de Homero en Íos, la seguridad de tu ausencia a través de unas flores que el mar me devolvió. Pero conservo la esperanza de enseñarte un día, o mejor una noche, esta Acrópolis lejana, distinta y luminosa. Deja que tenga sueños, al fin y al cabo vivimos en un mundo mágico.



[1] Alabado sea Dios.
[2] “Vivimos en un mundo mágico, con el fondo de la Acrópolis y el Lykavittós…”

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