Ofrenda

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miércoles, 6 de abril de 2011

EL RATONCITO PÉREZ


Catamarán Dodekanissos Exprés, 31 – XII – 2008

Abro el balcón. Sopla fuerte el viento y el mar se mueve como una sábana oscura sacudida con fiereza desde sus cuatro esquinas. Temo que no haya barco. Llamo al dueño del hotel para decirle que me voy ya y que quiero pagarle.
— No te preocupes; si no estoy allí cuando te vayas, me dejas el dinero debajo de la almohada. De todas formas creo que estaré allí en una media hora.
Me sigue sorprendiendo esta extraña confianza de los griegos. Podría irme sin pagar si quisiera hacerlo; él no sabe quien soy, sólo que vengo de España. Al llegar no me pidió ningún dato, ni el pasaporte. Pero siempre he tenido claro que no me iría sin pagar de un hotel en Grecia. ¿Quién se atrevería a romper esta ingenua confianza? Paseando por las calles de Symi me he encontrado muchas veces, muchísimas, las llaves de las casas puestas en las cerraduras. En calles céntricas, en calles apartadas, en casas envejecidas o en casas nuevas. ¿Quién se atreve entonces a romper esta ingenua confianza?
Ayer no me apeteció escribir ni una sola palabra. Estaba agotado por la paliza del día anterior y sólo quería vagabundear como un perro sin rumbo por las calles y el puerto. Escuchar música, hacer fotos, dejarme llevar por los colores y no pensar. Abrí los sentidos y me dejé colonizar.
Tome un par de cafés en el Kafenío Eva para seguir trabajando mi tristeza a largo plazo. Era el último día en la isla y sabía lo que iba a suceder, sé cuánta dosis de nostalgia soy capaz de generar cada último día.
Cuando tomé el segundo café ya caía la tarde. La luz resbalaba por las fachadas de color de caramelo, dorada y lenta, aceitosa. El estómago se contrajo en un pellizco: pagué y salí fuera.
Me puse triste, muy triste, me costaba respirar y no me apetecía ni siquiera hacer ese esfuerzo. Pensé en muchas despedidas, en muchos últimos atardeceres, en puertos abandonados y en el paso del tiempo que me sorprende siempre subiendo o bajando de algún barco. Me sentía culpable por todas mis lejanías, por Navidades arrebatadas a mis padres y triste por este nuevo sentimiento. Quise echar a correr hacia atrás, volver a la infancia, volver a ser inocente, a tener ilusiones. Quise echar a correr hacia atrás, unos pasos menos, volver a retener algunas manos entre mis manos, tener el tiempo necesario para despedirme de algunos abrazos, ser más consciente de los desenlaces y paladearlos sin dolor, sin ira alguna.
La belleza no consolaba mi paseo y me dejé llevar por un dolor agudo en lo más oculto de mi pecho, en un lugar de mi cuerpo donde nunca hubo luz, donde jamás ha penetrado el aire.
Caminaba sin saber por donde y me salí del pueblo, me senté en una roca fuera ya de las calles. Desde esa altura Symi parecía un juguete y yo fui en albatros herido en un nido de piedras, un ave mirando a sus pies como la luz se va ahogando en el agua. Cuando me cansé de estar triste me conté una anécdota inventada y me recomendé, burlándome de mi pena, una visita a la doctora Cabárcenos. No tuve más remedio que reírme.
Regresé a mi habitación helada y monté mi escenario de posguerra. Vacié una botella de alcohol en una taza de acero y prendí fuego, esta ha sido en las dos últimas noches mi calefacción improvisada. Me gustaba el calor de esa llama cercana. Leí una hora más o menos, volví a ponerme triste mirando la ventana y el eco de la televisión y el sueño vinieron a rescatarme.
Y esta mañana, en el lugar donde estuvo la tristeza, debajo de la almohada, he dejado el dinero de tres noches de hotel.


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