Ofrenda

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domingo, 10 de abril de 2011

LLUVIA


ALLEGRO

El Nuberu, conocido también como ñuberu, nubleiro, renubleiro o Xuan Cabrita, según los lugares, es el genio conductor de la nube y la tormenta. Se dice que lleva el agua a los campos de los amigos y el granizo al de los enemigos y que es capaz de arrasar cualquier cosa, incluso un bosque de carbayos centenarios en una sola descarga. A pesar de su enorme poder destructor, se le puede conjurar para impedir que descargue en las casas y los sembrados y enviarlo «a sierras peladas, allá donde ni el gallo canta ni la gallina cacarea, donde ni el arador ni el sembrador obtuvieron semilla ni nada es de nombrar», según reza el viejísimo conjuro de la pizarra gótico-latina de Carrio (Villayón), datada en el siglo VII.

     Al Nuberu asturiano se le describe de diversas maneras, pero predomina la apariencia física de hombre barbudo (de muy elevada o muy corta estatura, según los casos), con la ropa chamuscada y cubierto con un sombrero negro de ala ancha, que a veces desciende a tierra entre la niebla y solicita algún tipo de alimento o ayuda a los pastores de los puertos. Es un ser agradecido y suele corresponder a la hospitalidad de los campesinos, bien auxiliándoles cuando por causa del servicio militar o por algún golpe de fortuna tienen que aventurarse por tierras de África —que es donde vive el Nuberu asturiano— o bien librando sus sembrados de la tormenta o avisándoles para que recojan la cosecha antes de que descargue la nube.

     Al Nuberu se le puede conjurar volviendo un carro de avieso, es decir, del revés, o tocando las campanas de determinadas iglesias o capillas que tienen poder de ahuyentarlo. También algunos curas tienen el poder de conjurar al Nuberu leyendo libros sagrados o arrojando un zapato contra la nube; en este último caso, el Nuberu suele descargar la piedra de granizo allí donde cae el zapato. Además de estos conjuros, específicamente dirigidos al Nuberu, existen otros procedimientos para desviar la tormenta y proteger las casas y haciendas de los campesinos, como quemar laurel bendito, sacar la pala del horno y el rodabiellu y ponerlos en cruz fuera de la casa, quemar velas teneblinas bendecidas el día de jueves santo, colocar instrumentos cortantes, hachas y cuchillos, con el filo puesto hacia la nube, e invocar a determinados santos como Santa Bárbara o San Bartolomé con plegarias y conjuros. En algunas leyendas, sobre todo del occidente de Asturias, se dice que los nubleiros bajan a trasquilar a las cabras antes de fraguar las tormentas, y que por eso cada piedra de granizo que cae al suelo tiene dentro un pelo de cabra.




ADAGIO


Antes de dejar definitivamente la casa miró alrededor para comprobar que no se dejaba nada, al menos nada material. Los de la mudanza ya se habían ido y se habían llevado los muebles, unos muebles sin demasiado valor, pero eran los suyos; también se habían llevado las cajas, montones y montones de cajas, él no calculó que pudieran ser tantas, creyó que tras el incendio y las sucesivas limpiezas étnicas -como le gustaba llamarlas- en las que aniquilaba partes de su pasado, el número de posesiones habría disminuido; pero no, aquellas cajas eran como los conejos del cuento de Cortázar, se reproducían por las noches. Una última mirada a las habitaciones, al baño, al salón, a la cocina; estaba seguro: no había nada. Algunas semanas más tarde recibiría una llamada de la dueña del piso para decirle que se había dejado un álbum con diapositivas. Sonrió con la conversación. Qué poco hay que fiarse siempre de las certezas. Sólo le quedaba ducharse y meter a los gatos en los transportines antes de comenzar el viaje hacia el sur. Salió al balcón del estudio a mirar aquellas montañas tan verdes; se había levantado muy pronto y hasta que vaciaron la casa habían pasado al menos cuatro horas, sintió hambre y en la casa sólo había un par de tostadas de pan integral del Alimerka. Cuando salió al balcón a contemplar aquellas montañas tan verdes y se llevó las tostadas integrales tan secas, se las comió con tanta desgana y con tanta distracción, que no se dio cuenta de que algunas migas cayeron, tan furtivas, en el bolsillo de su camisa que escondieron entre ellas, tan fugitivo, al personaje mitológico que unos meses más tarde, justo el día veintidós de septiembre, aparecería en su casa, tan nueva y tan desconocida.
     Aquel último día, mientras estaba mirando las montañas, comenzó a caer una lluvia delicada y lenta, como la que había caído en los meses anteriores.
     Extendió la mano y recogió un poco. Con la palma de su mano se la restregó por el pecho, en la zona del corazón, como si fuese agua de colonia o conjuro contra el olvido. Un talismán más para su extensa colección de supersticiones.
     Y luego, sin darle demasiada importancia a la despedida, mientras iba caminando hacia la ducha,  pensó que sería hermoso convertir la lluvia en un concierto.



ALLEGRO FINALE

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