Ofrenda

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lunes, 4 de abril de 2011

Sylvia


 

Hace años escribí en un relato muy triste: “Las vidas, nuestras vidas, son líneas trazadas por el destino que jamás forman dibujos paralelos. Se describen curvas, marañas de líneas entremezcladas que luchan por unirse y separarse para volver a un nuevo enredo marcado por el fatum. Las vidas de los hombres jamás discurren de manera ordenada.” Creo que esta es la única verdad a la que he llegado en estos cuarenta años. Todo es mutable, todo cambia y todo cambiará. A ti y a mí nos unió un extraño azar lleno de personajes secundarios. Movimientos de piezas de un ajedrez que no controlábamos. Vivimos durante años en lugares cercanos, nos educó la misma tierra verde, húmeda y densa. En algunos de nuestros viajes debieron cruzarse los trenes, los aviones, los coches, los pasos; pero nunca nos encontramos. Ahora, esas líneas trazadas por el destino nos dejan en este camino, como si fuéramos a comenzar un juego de mesa; vamos a empezar una partida que tendrá más que ver con las palabras que con los recorridos. Tomamos el Quijote como excusa y vamos a desenredar el pasado, a mezclarlo con las líneas del presente y, como el azar puede alejarnos, y seguramente lo hace, quiero escribirte el relato de nuestro viaje para que siempre lo recuerdes. Ni tú ni yo tenemos memoria, somos un par de peces en esta tierra reseca y sedienta de lluvia.
Comenzamos el viaje desde Santa Cruz de los Cáñamos y a mí la boca me sabe a fado. Acabo de llegar de Lisboa. Te cuento mi viaje. He plantado siete almendros en las calles de la ciudad, en los jardines públicos. Me ha llovido en el vagón parado de un tren y tengo que contártelo. Hay una luna llena en el mirador de San Pedro que amenaza toda la ciudad con una luz plateada, que devora los contornos del castillo y las fronteras del Tajo, o minho Tejo. He bebido vinho verde y se me aparecen zapatos perdidos de otros caminantes. En las puertas de las casas, en los adoquines del Barrio Alto y al recordarlo, días después, aparecen en plena Gran Vía de Madrid. Creo que son señales de un ángel de cabellos negros y mirada portuguesa. Esperamos la señal y vuelan por la Mancha las cigüeñas. Quiero interpretar su vuelo. Van a la derecha y el augurio nos es propicio. Hoy vamos a hacer un buen camino.
Desde Santa Cruz de los Cáñamos cogemos la ruta hacia Almedina. Hemos visto a Ángel, no mi ángel de cabellos negros, este tiene cabello de fuego. Espabila nuestros sueños con un café mientras degusta bebidas que dan color a su pelo. El bar es pequeño, con sabor a ingenuidad prohibida en la infancia. Con los ojos abiertos, por fin, la senda se traza entre grises del campo que jamás habíamos imaginado. La vegetación es gris bajo un cielo azul y tacaño que no ha dado agua en varios meses. A mí me parece de una belleza plástica que comentamos desde un prisma fotográfico o pictórico. Los dos sabemos que el campo está empobrecido. Lo lamentamos desde el punto de vista práctico; pero es tremenda la belleza de los grises. Es un color nuevo descubierto en el campo. Huelo los olivos de Florencia, te doy la mano y los hueles conmigo.
Nos reímos y unos perros vienen tras nosotros, cogemos ramas del camino, pequeñas piedras. Queremos coleccionar nuestras rutas con objetos. Y, mientras las ramas y las piedras llenan nuestros bolsillos, se acaba el camino, aparece una loma y no sabemos por dónde deberíamos bordearla. Levantamos la mirada y un hombre se muestra en medio de nuestro horizonte. ¿Existía antes? Supongo que no, nos lo hemos inventado al alzar la cabeza. Nos dice que vamos mal y que será mejor que tomemos la carretera hacia Almedina. Los perros desaparecen y seguimos el camino solos. Acompañándonos de relatos y de sueños siniestros que se repiten desde nuestra infancia. Los perros, el anciano, el camino de tierra, los grises, todo ha desaparecido, todo está más allá de la carretera. Ahora pasan coches de vez en cuando y en un segundo nuestras memorias se han vaciado de colores de plata añeja. Y Almedina nos espera con señales de tráfico en el suelo, un coche amarillo y un café con palabras nuevas.
Regresamos por caminos paralelos. Tú te vistes de junco, yo de sol. Ya no hay palabras, ya no sé qué ocupa tu pensamiento. El mío, puedo asegurarlo, intenta resolver el enigma del ángel, las señales de su camino, el secreto de su mirada portuguesa.

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