Ofrenda

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lunes, 28 de marzo de 2011

Rodiles, enero 2008

Todas las mañanas he mirado los montes frente a mi ventana como un paisaje que me era completamente ajeno. Una colina suave y arbolada al norte de mis ventanas. No reconozco nada como mío. Ni el cielo, ni la ventana, ni la casa ni el paisaje. En Creta, cuando pensaba en mi casa, recordaba siempre “la casa de las palabras”; abandonada casa del Egeo en medio del páramo. Tengo exilio hasta en las posesiones.
     Todas las mañanas he mirado los montes frente a mi ventana sabiendo que un poco más allá estaba el mar; pero no me atrevía a acercarme. Temía que el mar ya no me reconociera y dejara de hacerme preguntas. Pero hoy me cargo de valor antes de que caiga la noche. Recorro los pocos kilómetros que me separan de la costa, descalzo mis pies y camino por esta playa en la que me parece que siempre es invierno.
     No quiero escuchar al mar, me inquieta el obstinado interrogatorio y en estos días el laberinto interno es tan complejo que no sabría responderle. Me pongo música para despistar sus preguntas y camino de espaldas al ocaso. El agua lame mis pies cansados, se enredan en mis tobillos tristezas de espuma. Me gusta mirar como el agua se aleja y la arena me va tragando tras cada embestida de las olas. Juego a volverme arena, me convierto en tiempo, como si yo fuera también parte de este reloj antiguo.
     Cuando me canso de pasear me siento y miro distraído el vaivén de las olas. Pienso en cosas cotidianas: las clases, los paisajes, las visitas, las llamadas que tengo que hacer... Siento que esta vida no me pertenece, que la mía se ha quedado en cualquier otro lugar y estoy viviendo una vida prestada que no se ajusta a mi cuerpo. Me molestan las costuras por algunas partes y en otras me queda ancha; no estoy cómodo en esta extraña piel. Cierro entonces los ojos para volver a visualizar mi vida, para retornar mi mirada a Creta.
     En un bastión de la muralla de Iraklio dejé enterrado el cuerpo de mi abuelo. Sobre él y sus palabras seguirá lloviendo a veces, abrasando el sol otros días y acumulando hojas el viento en el otoño. Siento añoranza de su presencia cercana, sus palabras sabias susurradas a mi oído durante todo el recorrido. De esta playa, quizás del mismo lugar en que estoy sentado, cogí hace ya casi un mes un puñado de arena para echarlo en su tumba, para desde la lejanía poder sentirlo cercano. De nada ha valido el ritual, me siento realmente solo mirando los interrogantes de las olas.
     También viajó conmigo una botella de agua de este mar; una botella que debía verter su líquido en una playa de Creta cuando la luna nos fuera propicia. Así sucedió. Al este de Sitía encontré una noche una playa completamente abandonada, golpeada por la brisa cortante y helada de diciembre. Cogí el coche y comencé a recorrer caminos desiertos y de una oscuridad abrumadora. Me dio miedo en algunos momentos. La soledad era sobrecogedora, no había ni una huella de la existencia del ser humano, como si me hubiera transportado a un planeta lejano y hermoso.
     Dejé el coche a un lado de la abandonada carretera y, protegiendo entre mis manos y mi pecho la botella de agua, bajé hasta la playa. A lo lejos las luces de Sitía, temblorosas, como una fantasía de mi cerebro. Me descalcé y mojé mis pies en el Egeo. A la luz de una luna solamente adivinada y plateada vertí las aguas, aguas que transporté a través de kilómetros para realizar esta boda ritual, unir mares, enlazar olas que no me hagan sentir solo. Bañé de Egeo las aguas cantábricas y con mi mano di vueltas para que la mezcla alquimista se llevara a cabo sin errores. Luego me alejé de la playa, pero no estaba contento con un ritual que se conformaba simplemente con eso, ser un rito.
     Volví a Sitía. No recuerdo como acabó la noche.
    Hoy vuelvo a estar en el punto de partida, sentado en la arena, con la impresión fortísima de que nada me pertenece, de que no pertenezco a nada; soy un ser ajeno. Mi vocación es ya la de extrañar otra vida, otro paisaje, otros olores, otro cielo. Exilio, siempre la idea del exilio, de la lejanía. Añorar, extrañar, acumular melancolías... Esta es la función que tienen las tejedoras de mi destino, mis Parcas personales, mis Moiras que también quedaron en Iraklio.
     Recojo mis pensamientos y los ato a mi sombra para abandonar la playa como abandoné una noche la playa de Sitía, sospechando que las bodas no se han realizado. Aquella noche no hubo tristeza, pero sí la hay ahora. Siento que el mar no me corresponde en las largas conversaciones mantenidas. Lo mimé, lo cultive, pero es una llanura de agua estéril y no me ha traído el fruto de la serenidad que más anhelaba.
     Camino despacio por la arena, recitando entre dientes mi eterna letanía: Nada espero, nada temo... y de las olas me llega un rumor que me dice en lengua griega: Είσαι λεύτερος. Eres libre.

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