Ofrenda

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martes, 27 de marzo de 2012


Tus falsas,  tus grandes palabras
me las diste con tu primera leche


Pigadiá, 31 de diciembre de 2011

Me levanto de tan mal humor para despedir el año que instintivamente abro el armario y saco para hoy toda la ropa negra. Y de luto salgo a la calle.
Otra vez llueve con fuerza. Otra vez temo salir con esos frenos de mantequilla que lleva mi coche celeste.
Doy dos o tres vueltas por el pueblo, llueve cada vez más. Voy despacio, intento esquivar compradores que se afanan llenos de bolsas por estas calles sin aceras. Esquivar niños que regalan villancicos, o más bien el VILLANCICO. Van con guitarras y triángulos tocando el ritmo repetitivo del 31 de diciembre.
Nada mejora mi humor.
No me gusta que a mis verdades les responda una mentira.
Me siento a desayunar en una cafetería del centro. Entran niños que cantan. Pero hoy me siento tan antipático que ni siquiera les sonrío.
Debería estar mejor, debería enamorarme de este día. Siempre me ha gustado lo que acaba, lo que agoniza, lo que está a punto de caer. Cuando era niño contaba siempre las páginas que le quedaban a mis cuadernos; tenía ansiedad por darles fin. Sacaba las minas de los bolígrafos y miraba a trasluz cuanta tinta quedaba. Mi familia era pobre y yo debería haber tenido un deseo contrario, tendría que haber anhelado que todo me durase más, pero no era así. Hay veces que sigo haciendo cosas parecidas. Ahora cuento las páginas que le quedan a un libro, cuantos días me quedan para irme o para volver, cuantos kilómetros hasta mi destino o cuanta batería le queda a mi móvil.
Ahora cuento las horas que quedan para que acabe el año. Catorce horas. Cambiará la fecha conmigo en la cama y sin deseos de felicidad. Nada me importa. Nací solo, moriré solo y solo estoy; como preparándome para el «evento». Al fin y al cabo la muerte no es más que otro día más de fin de año. En él acabará todo, todo mi mundo conocido agonizará conmigo y con mi mundo acabará también la huella de cualquier recuerdo.
Pensar hoy en la muerte y vestido de luto, pensar en ella en este lugar perdido en medio de esta geografía marítima a la que nunca llegan barcos es parte del ejercicio, de mi ascética.
Otra vez más me acuerdo de mi abuelo cretense. Debería ser hoy y no el dos de noviembre el día de los difuntos. Por eso vuelve a mí hoy, bajo la lluvia, la imagen del abuelo Nikos. Delgado y asceta también él. En los últimos meses he olvidado con frecuencia sus palabras, ese legado que me dejó escrito en piedra sobre la lápida de su tumba y al que siempre vuelvo cuando el miedo se adueña de mí: «Nada temo. Nada espero. Soy libre». De vez en cuando el abuelo Nikos regresa para recordármelas y cuando viene yo vuelvo a creerlas.
Un relámpago.

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