Ofrenda

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lunes, 28 de marzo de 2011

Καφενείο Θέα, 2-I-2008
 
No creo que tu magnífica memoria fallase jamás. Decía Heleni, tu segunda esposa, que se sorprendía siempre cuando narrabas con tanta viveza detalles insignificantes de lugares vistos o hechos vividos. Yo no sé si los muertos tenéis memoria, no sé qué es lo que se recuerda y qué es lo que no cuando se ha atravesado el Leteo. Por si acaso lo hubieras olvidado, voy a contarte un mito del dios que creció en una cueva de las montañas nevadas de nuestra soleada Creta.
     Hermes retó un día a Zeus diciéndole que los hombres habían perdido ya el maravilloso don de la hospitalidad que Zeus en un principio le había regalado. Hermes añadió que nadie acogería ya al caminante desconocido y extranjero.
     Zeus, que arroja los rayos y reúne las nubes, le contestó que se equivocaba y que en las tierras de Grecia la hospitalidad era una cuestión sagrada. Él era Zeus Xenios, el dios que protege a caminantes y extranjeros.
     Hermes, no satisfecho con el razonamiento de Zeus, le conminó a bajar a Grecia y probar la hospitalidad de los mortales. Así lo hicieron. Transformados los dioses en dos caminantes, con sus bastones de olivo retorcido y sus sombreros de ala ancha, fueron a las sombrías y verdes tierras de la agreste Tracia. Los tracios tenían fama de esquivos, de pueblo indómito. Esto le daba al reto una mayor dificultad.
     Quiso Zeus complicar aún más las cosas y los divinos caminantes fueron a parar a casa de un anciano y pobre matrimonio que vivía en una humilde choza; eran los encargados de cuidar un templo. Filemón y Baucis acogieron a los dioses disfrazados y los tuvieron en su casa sin cuestionarse cuánto tiempo estarían. Es una pregunta que jamás se hace a un peregrino.
     La única preocupación de los ancianos era cómo alimentar a aquellos dos hombres. Sólo tenían un saco medio vacío de harina y un ánfora de aceite que debían usar con moderación para no desatender las lamparillas del templo. Pasaron los días y Hermes y Zeus seguían bajo la amable protección de los ancianos que comenzaron a sospechar la divina naturaleza de sus invitados al comprobar que la harina y el aceite estaban siempre en el mismo nivel, hicieran el gasto que hicieran.
     Supo entonces Zeus cuales eran los pensamientos de los ancianos y, tras mostrar a Hermes que la hospitalidad seguía vigente en Grecia, reveló a Filemón y Baucis las verdaderas identidades.
     Y quiso Zeus hacerles un regalo. Los ancianos podían pedir aquello que desearan. Riquezas, abundancia, juventud o un hogar confortable. Los sabios ancianos estuvieron de acuerdo en su petición. No necesitaban bienes materiales; únicamente pedían a Zeus Xenios que les concediera la felicidad de morir el mismo día y no sufrir el dolor de la viudez.
     Así fue. Llegó con el tiempo la hora de la partida y los ancianos murieron abrazados, exhalando el último suspiro en un único instante. Sus cuerpos se convirtieron en un roble y un tilo que compartían las mismas raíces junto al templo.
     Desde entonces, todos los griegos sabían al contemplar el árbol doble, que Zeus es cualquier caminante y siguieron siendo un pueblo hospitalario.
     Hace hoy justo un año, visitando el monasterio más bello de la isla de Jíos, Nea Moní, reviví el mito de Zeus, Filemón y Baucis.
     En el monasterio vivía una anciana monja de aspecto inocente y bondadoso. 
     El monasterio había sido siempre de monjes, pero tras los múltiples daños sufridos por el salvajismo turco en Jíos y los terremotos, había quedado abandonado a la ruina. Una congregación femenina decidió ocuparlo y se llegó al acuerdo de que podrían hacerlo hasta que la última de las hermanas viviese. Esta encantadora ancianita era ya la última monja de la orden y puedo asegurar que no le quedaban ya muchos años de vida. Dos monjes, uno de mediana edad y otro bastante joven, compartían con la anciana el monasterio.
     Ese día los tres estaban reunidos con sus familias.
     La monja me vio en el patio mientras yo visitaba el monasterio y hacía fotografías y encendía velas a los santos y los ángeles.
Me invitó a compartir la reunión familiar. Le dije que prefería no hacerlo y que era un intruso. Lo mismo que me sucedió hace días en el monasterio de Agkaranthou. Pero aquí no valían las excusas. La monja me cogió de la mano y me llevó al lugar donde estaban todos reunidos alrededor de una mesa llena de comida y dulces. Una mujer se levantó para hacerme un café. Todos conversaron conmigo, sonrientes, amables. A los cinco minutos yo era otro más en la celebración, así hicieron que lo sintiera.
     La monja se sentó a mi lado, me contaba milagros y me cantaba κάλαντας(1). El mayor de los monjes me explicaba las costumbres y yo escuchaba atónito todas las narraciones.
     Cuando dimos buena cuenta de los cafés y los dulces y ya casi me disponía a marcharme, el monje más joven me dijo que esperara, que no podía irme sin que antes hubieran cortado la vasilópita. Me explicó también esta costumbre.
     La vasilópita es un bizcocho grande y en su interior lleva una moneda, algo muy similar a nuestro roscón de reyes. Quien encuentra la moneda es afortunado en el nuevo año. La persona más importante de la casa, el abuelo o el padre, es el encargado de cortar y repartir las porciones; en este caso el encargado era el monje de mayor edad. Cortó un primer trozo que apartó: para el pobre que puede llegar. Cortó un segundo trozo: para Cristo; y me ofreció el plato. Lo recibí con dedos temblorosos. Luego fue repartiendo el resto de la vasilópita por orden, tal como estábamos sentados alrededor de la mesa. Yo no sabía si debía o no comer, al fin y al cabo mi trozo no era para mí, era la porción de Cristo.    
     Uno de los hombres que estaba en la reunión, un marino mercante, me dijo que ese día yo era Cristo para ellos, que la primera persona que esa mañana se acercaba a compartir su mesa representaba a Cristo en la forma de un caminante. Se me  llenaron los ojos de lágrimas, igual que ahora, un año después, mientras escribo y tiemblan mis labios y mis ojos se nublan por el recuerdo.
     Más allá de ser Cristo, abuelo, fui también ese día Zeus Xenios. Fui en un solo hombre todos los dioses de Grecia.
     Guardé silencio, cerré los ojos empañados y degusté mi pedazo de vasilópita. Ya nada más me ha sabido tanto a hospitalidad, espíritu y ancestro.
     Conmovida, la anciana monja, que se dio cuenta de lo que yo sentía, me besaba y me abrazaba y los dos nos unimos en un único derramar de lágrimas.
     ¡Sagrada tierra de Grecia! ¡Maldigo con violencia a todas las razas que han conseguido herirte!
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(1) Canciones típicas de Navidad.

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