Ofrenda

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viernes, 25 de marzo de 2011

ΠΟΣΕΙΔΩΝ ΕΛΛΑΣ, 25-XII-2007
     Dejo nuestra isla. Estoy cansado, todo el día caminando sin para de un lugar a otro. Ya sabes, una pequeña pausa para comer y tomar algún café. Ha caído rápidamente la noche. Son sólo las cinco y veinte, pero en estas islas el invierno es rápido transportando oscuridades. Desde hace algunos días comienza a dolerme la espalda cuando llevo mucho tiempo andando. Supongo que es una huella ya imborrable del accidente que en febrero no se llevó mi vida pero sí una gran parte de mi resistencia. Eso, y una garganta irritada de catarro y tabaco, hace que me sienta bien al entrar en el Poseidón. He encontrado una mesa vacía frente a un ventanal y miro la columna en pie del templo de Apolo y los brillos de farolas y coches arañando la superficie del agua. Sigue sereno el mar y el tamaño reducido del puerto aumenta la calma de las aguas.
    
     Las olas mínimas, en mi paseo por la playa, me parecían acariciar la arena. Un mar femenino frente al agrio mar que ocupa en este tiempo mi geografía recién estrenada. Sé que esta calma es ficticia, hemos visto este mar comportarse como una fiera hambrienta que acaba de dejar su letargo. Millones de fauces abiertas de un león en blancos y azules. En griego, como en castellano, el mar cambia de género. Tenemos el mar y la mar; tenemos η θάλασσα(1) y το πέλαγος(2). Los dos pueblos sabemos bien del engaño de las aguas.
     Esta reflexión ha decidido uno de los contenidos de la maleta más extraña que he preparado en mi vida. Poco antes de dejar la casa me acerqué a la playa. Cogí un poco de agua de mar en una botella. Cuando llegue a Creta, a la luz de la luna, buscaré alguna cala recogida. Prefiero que sea del norte, del mar que mira al resto del país. Vaciaré entonces la botella, dejaré que las aguas se mezclen, como si se tratara de un matrimonio místico de mis dos mares actuales, una especie de ιερός γάμος(3) de los que tanto se nutrieron antiguos mitos.
     También hay tierra en mi maleta. Pero esa tierra es para ti. Tras tu muerte, cuando tu cuerpo sin vida vino en un último viaje desde Friburgo, gentes de todo el país te acompañaron a tu Creta natal. De cada una de las provincias trajeron un ánfora con tierra. Es tierra de toda Grecia la que cubre tu cuerpo. Descansas bajo el peso de toda esta tierra sagrada. Ojalá su naturaleza cálida y de cuento den serenidad a tu reposo y cada uno de tus sueños.
     La extraña maleta se completa con una amplia selección de música. Montones de canciones que aún no he escuchado. Fui eligiéndolas con cuidado, por su significado y por lo que pudieran sugerir. Nada de música griega, esa prefiero escucharla en las calles y los bares. Sabía que estando en Grecia haría poco uso de mi música. Me llaman más los sonidos de la calle, las conversaciones, el tráfico, campanas y gaviotas. Aún así, elegí la música con esmero y traje fados y más fados a Grecia.
     No sé, abuelo, si conociste en tu vida Portugal. No sé si entre tus incontables viajes viste las nostálgicas calles de Lisboa. Sé qué ciudades te impresionaron, de cuáles escribiste. Pero no sé qué ciudad elegiste para amar. Todos elegimos amar una ciudad. Hay gente que no se lo plantea y ama sólo la ciudad en la que nació o la ciudad en la que vive. Yo he vivido en varias y he estado de paso en muchas, pero elegí Lisboa para el amor en su rostro más trágico, dulce y a veces cruel.
     No concibo ya un amor que no se parezca a mi amor por Lisboa. Mucha gente dice que es sucia, decadente, gris. Lo mismo se dice de Atenas, mi otro gran amor; aunque para Atenas siempre se añade el adjetivo: caótica. Lisboa no es caótica, es ordenada, bien construida y silenciosa. Pero tiene unos laberintos más complejos que los callejones de Atenas; unos laberintos que no se pueden ver y están llenos de peligros. El profesor Eduardo de Lorenço lo llamaba El Laberinto de la Saudade. Si entras en ese laberinto sabes que no podrás salir, pero aún así entras. Aquí no hay Ariadna que te dé el hilo. En el laberinto hay un minotauro de ojos dulces y oscuros que te acabará devorando hagas lo que hagas y pongas la resistencia que pongas, que, por otra parte, suele ser mínima. Como muchos, antes de entrar, en pie, detenido en el umbral de la puerta, yo sabía de la existencia y los peligros de ese Minotauro. Pero me ofrecí, como Teseo hizo en nuestra tierra, para ser víctima del monstruo hambriento.
     El Minotauro del laberinto de la Saudade no es otro que el Fado. La encarnación poética más trágica del destino. Ambos nos hemos visto los ojos, con orgullo, sin bajar la mirada. Yo no he querido vencerlo con ninguna espada hechizada; me he dejado comer por él y en ese mismo festín yo aún me alimento.
     Me comprenderás mejor si te digo que el Fado y la música Rebétiko tienen muchos puntos en común. Músicas nacidas en la desdicha y el dolor, en los barrios marginales de sus ciudades. Lisboa es entonces el Pireo de oeste y el Pireo la Lisboa mediterránea.
     Otras semejanzas: una música y otra hacen una clara distinción entre sus intérpretes masculinos y femeninos; los temas y los modos de interpretación son diferentes. Fado y Rebétiko son expresiones musicales del sentimiento que las clases dominantes rechazan en sus inicios, luego se apoderan de ellas convirtiéndolas en símbolo de un país. Las letras de ambos tipos de música son tan claras y sencillas que a nadie que se acerque con el corazón a medio curar podrá dejarlo indiferente.
     Lo que representa la mayor distancia entre estas dos formas musicales es que el dolor del Fado es sereno, incluso puede parecer dulce. El dolor del Rebétiko es más agudo, más hiriente, casi cortante. Sus creadores, expulsados de Anatolia, estaban más acostumbrados a cuchillos y heridas que aún manchaban de sangre la superficie. En el Rebétiko el amor nos abandona. En el Fado lo recordamos desde lejos (tiempo o espacio en este caso es indiferente) y en esa distancia nos duele más porque sabemos con toda certeza que ese amor despiadado no nos ha abandonado y no lo hará ya nunca. El dolor del Rebétiko es fresco, huele a navajazo reciente; el del Fado es sereno y persistente, es un dolor-tatuaje.
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(1)  La mar.
(2)  El mar.
(3)  Matrimonio sagrado.

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