Ofrenda

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jueves, 24 de marzo de 2011

ΠΟΣΕΙΔΩΝ ΕΛΛΑΣ 25-XII-2007

     Viví allí una etapa que, si no fue la más feliz, seguramente fue una de las más luminosas de mi vida. Por eso hay días en los que miro el pasado y me digo en silencio: “Lo que daría por volver a Egina”. Cuando digo esa frase sé muy bien qué es lo que estoy diciendo. No es sólo el deseo de la isla. Es el deseo de mis veintitrés, mis veinticuatro años, de la luz, de la iluminación del cielo transparente en la piel, el vino ácido, la buena compañía y la cotidiana celebración de la vida. ¿Es esto mismo lo que tú anhelabas cuando suspirabas un regreso a Egina?
     Cuando nacemos, los seres humanos somos una especie de tela tejida con infinitos y vivos colores. Tenemos entonces dos posibilidades; guardar esa tela en algún rincón oscuro o tenderla a la luz, a dejar que el viento la azote o la acaricie. Permitir que los brillos y la lluvia se coman los colores. No sé si fue correcto o no tomar esta segunda opción, pero eso fue lo que hice y ahora, con tanto tiempo acumulado, a mi tela le faltan colores; los matices se han uniformado y hay días en blanco y negro. Por lo que sé de ti, creo que tu tela era de una calidad extraordinaria, tejida con la pura lana cretense de las cri-cri, esas cabras asilvestradas que habitan nuestras montañas desde los tiempos en que servían como animal de tiro a los minoicos que, agradecidos, las retrataron en sus cerámicas.
     Lo mismo que a mi tela le ha sucedido hoy al Egeo. Reina sobre él un gris verdoso, casi metal fino que se mueve despacio, seducido por esta imperceptible brisa. A nuestro lado pasa un barco rápido, un Flying Dolphin que levanta pinceladas blancas de espuma. Hay barcos que se esconden en la calima y a lo lejos se perfilan tenues las colinas del Ática. El sol está cubierto y el color existente es sólo el matiz azul y amarillo pintado en el acero del Dolphin. Los tonos desaparecen rápidos en la neblina de la mañana y sólo la blancura efímera de las gaviotas es hoy mi idea de la luz.
     Creo, abuelo, que te estaré pareciendo un hombre gris y es posible que en muchos momentos lo sea. He aprendido a esconder la matizada urdimbre del tapiz que me entregaron. La escondo a veces con pocas palabras, con mis prolongados silencios que parecen ser el recorrido de una caída al vacío. La oculto tras una mirada opaca y un rostro sin expresión, el rostro del que ha matado todo sentimiento. Pero esos escondrijos son sólo una manera de sobrevivir. Así que, nunca creas que existe tanto abismo cuando me mires a los ojos, es sólo una forma de conjurar temores y regresar el color de la gastada tela.
     Espérame, salgo un momento a respirar Egeo.
*    *    *

     Me refugio otra vez en este interior apenas iluminado. Hace fresco y podría llover esta mañana. El cielo está demasiado cubierto y sigo huyendo, sin conseguirlo, de la gripe.
     Pensaba en cubierta en lo extraño de este viaje. Vengo a Grecia únicamente con la intención de reencontrarme contigo. Sí, lo sé, se cumplen ya los cincuenta años de tu muerte, pero eso no me detiene. Sé que podré encontrarte en distintos sitios de Grecia, y por eso he elegido los lugares más vinculados a ti: Atenas, Egina y, por supuesto, Creta.
     Llegué ayer a Atenas, pero en Atenas es difícil ya cualquier encuentro. La Atenas de hoy no se parece ya mucho a mi Atenas. Y mi Atenas es muy diferente de la tuya, así que en la ciudad el reencuentro era casi imposible. Demasiada gente, demasiado movimiento, cambios que dificultan nuestro encuentro.
     Creo que hoy me será más fácil verte en Egina. Allí escribiste la novela que te dio fama universal, la más vitalista de tus obras, tu personal biografía de Alexis Zorbá. En ese momento nuestro país sufría una de las mayores catástrofes del siglo XX. La ocupación nazi. Hubo muchas muertes, necesidad, hambre, torturas atroces, familias enteras se extinguieron. Y en ese ambiente, con la única ayuda del azul cielo egineta, tú te empeñabas en llenar páginas y páginas de un exaltado canto a la vida. Huías del drama conjurándolo con la creación de nuevos sentimientos, de situaciones de humor y luz. Creo que ese es uno de los genes que de ti he heredado, abuelo. Me río de cada drama, los propios y los ajenos. Mucho más de los propios, eso es cierto. Sé que es algo que no siempre se comprende, no se ajusta a las normas de conducta y puede parecer hasta de mal gusto. Supongo que llevamos demasiado peso cristiano y nos han acostumbrado a mirar el mundo  desde el extremo del Valle de Lágrimas que pregonan en sus oraciones. 

     Salgo un momento a cubierta a degustar la llegada a Egina, te describo las casas, los olivares, los campos con sus árboles de pistacho, la cumbre nublada del Profitis Ilías, la casa amarilla de la esquina y la única columna que queda en pie del templo de Apolo. En la isla y en ti hay una semejanza. Los dos buscáis una verdad que me temo será difícil que encontréis. Los dos influidos por Oriente. El mejor templo de Egina está consagrado a la diosa Afaia, una diosa oriental de la vegetación que más tarde en la isla acabarían identificando con Atenea. Eso, y el haber sido la primera isla griega que acuñó moneda, siguiendo la costumbre lidia, nos hace reflexionar acerca de su aproximación a Oriente.
     Tú, en muchas ocasiones, decías que nuestra sangre procede de África, que nuestra estirpe descendía de los africanos, Creta y África como una única identidad. Ahora creo que decías esto en los primeros años porque para nuestros antepasados Oriente era Turquía y Turquía era el mal, un Oriente del que procedía todo el dolor. Tus años de infancia tuvieron más escenas sangrientas de las que un niño debe soportar; fuiste un niño de guerra y matanzas, de calles de Iraklio empapadas de la sangre de nuestros paisanos, calles ensordecidas por los aullidos de las vecinas, encerradas inútilmente tras las puertas. Este mismo terror siento cuando recuerdo como fue la vida de mi bisabuelo.
     Fue más tarde cuando volviste tus ojos a Oriente. Quisiste encontrar la luz en el Budismo, en alguna forma de religión que te pudiera mostrar la verdad. Pero esta vez Oriente tampoco pudo resistir tu analítico pensamiento y ni el Budismo ni el Hinduismo se quedaron contigo.
     Mi camino hacia Oriente fue más corto. Me nacieron y bautizaron católico, sin que nadie se cuestionara nada, era una costumbre tan arraigada en el país como poner pendientes a las niñas. Las cosas eran así sin más, sin ningún planteamiento, análisis o reflexión. Nos daban el nombre y a la vez los lastres y los traumas. Quienes queríamos avanzar debíamos por nuestra cuenta aligerar la carga. Pasé en el viaje por el ateísmo y el esoterismo; me gustaba la nada del ateísmo, el nihilismo de sentirme solo en el universo, un ser no creado, independiente. Del esoterismo me gustaba el elemento mágico, lo exótico y la popularidad, que hoy me parece absurda, de los primeros años de juventud. En el fondo, mi mente crítica y genética me hacía dudar del ateísmo y el esoterismo con la misma fuerza con la que antes dudé del catolicismo.

     Sabemos que todo lo referente al espíritu no es definitivo y lo que hoy llamo “la verdad” (¿quién sabe qué diré mañana?) me sorprendió en uno de los primeros viajes a nuestra tierra antigua. Entré en una iglesia del centro de Atenas, justo en el instante en que iba a comenzar la liturgia. Dudé. No me gusta interrumpir ritos ajenos, pero al final decidí quedarme sentado en una esquina del fondo, ser el observador no observado que me gusta ser. Comenzó el canto, el olor del incienso, la luz dorada de las velas amarillas. Mi pensamiento moría, abandonaba la razón para dejar que las sensaciones fueran libres... El llanto y yo fuimos todo uno. Lloré cuanto pude y como supe. Feliz y desconsolado, tan triste, tan angustiado y al tiempo sintiéndome tan afortunado. En ese día, que recuerdo con una claridad fotográfica, supe que era algo más que carne, algo más que la sustancia que un día devorarán las llamas. Abracé entonces las creencias de tus primeros años, la iglesia que te expulsó por tus escritos. De alguna manera se completa así un ciclo. Te fuiste, o te echaron, que al fin y al cabo produce un efecto parecido de ausencia, de ente incompleto. Ahora regresas en el cuerpo, las palabras y oraciones de un nieto que hizo un viaje más corto al Oriente. También por ti enciendo velas. No sé si te gustará. Pero ya sabes, es mi costumbre.
     Recuerdo la narración que me hiciste una vez sobre tu búsqueda de la verdad. Aquella peregrinación por el Monte Athos con tu amigo Ánguelos Sikelianós. Entre monasterio y monasterio hablabais de crear una nueva religión que contuviese todas vuestras nuevas verdades. No erais capaces de darle forma y os sentisteis desencantados. Al salir del último de los monasterios, cuando ya casi habíais abandonado toda idea religiosa, visteis frente a vosotros un almendro desnudo. Te acercaste a él y le dijiste dándole un ligero golpe en el helado tronco: “Hermano almendro, háblame de Dios”. A la mañana siguiente, erguido, orgulloso, el almendro mostraba su floración. En el duro invierno macedonio aquel almendro en flor os pareció la prueba más palpable de la existencia de Dios y el misterio de la Resurrección.
     Años después, sin saberlo, también yo vi en el almendro en flor la señal de mi propia resurrección. Con su floración abracé una forma de vida, casi una nueva religión para mí: el fado. El fado no como expresión musical, sino un modelo distinto para relacionarme con el destino; tan trágico y marcado por la Moira como el modelo que me diste en mi sangre cretense y africana.
     Es curioso este recorrido por tus caminos antes de conocerte. En la vida hay siempre una serie de coincidencias que nos hacen dudar de la inexistencia del destino. Los dos vinimos a refugiarnos a Egina y a los dos el almendro en flor nos hizo meditar sobre las nuevas formas de la realidad y la existencia interna.

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