Ofrenda

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jueves, 24 de marzo de 2011

Λειβάδη, 25-XII-2007
 
     Un taxi me trae hasta la pequeña aldea que te acogió durante los años de la Ocupación. Le pregunto al taxista si sabe cual es tu casa. No, no sabe nada, ni siquiera sabe que viviste aquí y que fue en esta aldea costera, al norte de Jora donde diste forma y casi carne a Zorbá. Bajo del taxi, las tiendas cerradas, es Navidad y la actividad en la aldea es mínima. Muchos han ido a la capital a festejar, a la misa de la mañana y a los cafés del puerto. En la mayoría de los pueblos es el sacerdote el que suele saber de estas cosas, pero la iglesia también está cerrada y no sé si es buena idea preguntarle a un ministro de Dios por la casa de un hombre excomulgado.
     Como esto no parece demasiado grande, decido buscar por mi cuenta. Creo recordar bien, por las fotografías, la forma de la casa; toda de piedra y con una escalera que accede a la azotea recorriendo la fachada por el exterior.
     Es curioso, abuelo, las formas cuadradas y simples de esta casa se parecen mucho a las de mi casa en La Mancha; aquella casa que llamé “una casa de mar en el desierto” y que luego rebauticé como “la casa de las palabras”, cuando cubrí los muros internos del jardín con versos de fado.
     Un par de vueltas y veo un pequeño cartel en la puerta. Referencia a que este es el lugar en el que escribiste una de tus mejores novelas. Pero es lo único que de ti guarda. No sé a quien pertenece ahora, pero está claramente deshabitada. Maleza en el jardín, cristales rotos y desiertas macetas de arcilla donde hace años Heleni cultivó flores o plantas aromáticas. Salto el pequeño muro y entro hasta tocar la pared de piedra desnuda. No queda nada de ti en la casa. Viviste en ella los años amargos del nazismo y la terrible noticia de la muerte de Sikelianós, al que esperabas para pasar el verano. Ambas tragedias las viviste sin palabras. A Heleni, tu segunda esposa, le conmocionó aquel silencio ante la desaparición de tu mejor amigo.

     Pero lo mismo hiciste con aquella otra muerte. Estabas en España cuando supiste de la muerte de mi bisabuelo. También entonces hubo silencio. Y ese mismo diablo del silencio llevo yo en la sangre. El diablo que nos deja mudos ante la adversidad. Sufrimos de manera íntima, alejados de miradas, sentimos las muertes que nos tocan como si alguien hubiese abierto con sus dientes un agujero negro en nuestras entrañas. Un agujero negro de un microcosmos que es capaz de succionar toda nuestra vitalidad y nuestro calor. Las mujeres de nuestra tierra se golpean el pecho, se hieren el rostro con las uñas y se tiran del cabello. Nosotros guardamos silencio y ocultamos en dobles fondos ese dolor mezclado con las lágrimas no derramadas. Luego tú sacabas ese sufrimiento poniéndolo en el corazón de alguno de tus personajes. La experiencia del dolor te ayudaba a crear seres cargados hasta el extremo de humanidad y veracidad. Yo, en cambio, tengo dificultades para escupir los dolores que trago. Heredé el diablo pero no el talento y a veces, sólo a veces, se los regalo a los personajes de algún cuento. Otras, la mayoría, dejo que los dolores se comporten en mi vientre como ancianas mujeres cretenses.
     Rodeo un par de veces más la casa buscando una sombra, un objeto, un sonido que me dé una pista. No hay nada. Es seguro que no estás aquí. Deshago mi camino y me alejo; sin dolor, sin melancolías ni tristeza. Este ya no es tu sitio. Sé que ni Egina ni Livadi son los lugares donde debía encontrarte.

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