Ofrenda

Ofrenda
Ofrenda

jueves, 17 de marzo de 2011




Πύργος, 27-Dic-04

Estoy terriblemente cansado. Por fortuna he encontrado un café abierto en la plaza del pueblo. El mobiliario es nuevo, sillas de mimbre y ceniceros funcionales de aluminio; pero los ancianos se resisten a cambiar, juegan bulliciosos al tavli mientras conversan y toman un dilatado frapé con el siempre presente vaso de agua helada. En un par de mesas dos hombres toman sus café griegos entre el silencio y la soledad. Es curiosa esta diferencia marcada por el tipo de café. El frapé es más comunicativo, el griego, amargo, se presta más a la soledad y la reflexión, a la mirada perdida en un horizonte vacío.
Me gustan sus rostros: nariz ancha, ojos claros de isleños, bigotes blancos. Acompañan sus conversaciones con ampulosos gestos y complicadas vueltas de komboloi.
Un oasis cálido tras el ventoso y nublado paseo por el castro de Pyrgos. El pueblo está en el centro de la delgadísima isla y desde allí se puede ver el mar a ambos lados. También se ven las islas vecinas, sus nombres sagrados: Anafi, Folégandros, Sikinos, Íos, Naxos lejana, Paliá y Nea Kameni, la hendidura del volcán, tan presente en la isla.
He reconocido muchos lugares del pueblo, algunos se han clavado a mi memoria gracias a las fotografías vistas en tantas ocasiones.
Hay una imagen que me ha traído muchos recuerdos. Un arco en la entrada del castro, un pequeño túnel de paredes celestes. En la imagen guardada está Mario. Lleva una camisa griega de muchos colores, el pelo negro, rizado, largo. Delante de él, cortando la imagen, aparecía un asno. A esta fotografía, humorísticamente, la llamé “los burros”. Hoy he repetido la misma fotografía, el mismo punto de vista, sólo cambiaba la luz y la ausencia. Si Mario me faltara moriría de vacío. Alguna vez me gustaría volver a recorrer estas calles con él, como lo voy haciendo esta mañana en que me acompaña su mirada reflexiva.
A primera hora de la mañana he visitado el pueblecito de Ía, en el extremo norte de la isla. El día grisáceo ha restado brillo a los infinitos colores de las casas, pero no ha podido deshacer su limpia y sencilla belleza. Hay una leyenda local que dice que Ía está habitada por vampiros. Hoy parecía cierto. El viento húmedo y salobre, el silencio, el desierto de las calles, todo daba un aire terrible al entorno.
Para conjurar fantasmas y temores, he buscado una iglesia abierta. No he encontrado ninguna. Necesitaba encender una vela y santiguarme tres veces al revés. Ya no dejan abiertas las iglesias como hace años; el temor a los robos, una realidad joven en Grecia, hace que los sacerdotes sólo abran los templos para la liturgia.
Un verano, en Kythnos, pude entrar en una iglesia a las doce de la noche. Ahora, en la lejanía, no sé si esto fue real o sólo un recuerdo que se ha pegado a mi memoria a fuerza de contarlo. Quizás pertenece a esa Grecia libre y abierta que se dibuja en lo años tempranos de mi propia historia.

No hay comentarios: