Ofrenda

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viernes, 25 de marzo de 2011

Καφενείο Σαλέπ, 27-XII-2007
Ο ΑΓΙΟΣ ΣΤΕΦΑΝΟΣ(1)

Me levanto temprano y saludo al mar y al sol que se abren como flores en mi terraza. Aún la luz es tenue. Gris. Anaranjada. Desayuno en la cama mientras veo en la televisión las noticias. Hoy va a hacer un buen días.
     Me ducho con calma, me visto sin prisa, vuelvo al balcón y enciendo un cigarrillo. El mar se mantiene con la misma serenidad de todos estos días, apenas si acaricia el pequeño muro que lo separa de la carretera. Cojo la calle 25 de Agosto y me dirijo al centro, a la plaza con los leones y el plátano maldito.
     Entro primero en Agios Titos, enciendo un par de velas. Una por el día, porque no sea demasiado grande su dureza. Voy a visitar tu tumba y en mi soledad temo que puedan desbordarse las emociones.
La segunda vela es una petición que le brindo a la muerte. A la muerte del temor y la esperanza.
Me detengo, sin prisa, tomo un café y una bougatsa(2) en la plaza, enfrentándome desafiante a las ramas avejentadas e invictas del inmenso plátano.
     Atravieso con curiosidad las calles del mercado. Hoy, por fin, abren todos los comercios tras tanto día festivo. Las estrechas calles de Iraklio son un río de voces y compras. Llego a la fuente turca de Bembo.
     Despacio, muy despacio, me alejo de las calles bulliciosas y comerciales del centro de Megalo Kastro. Me encamino hacia la Puerta de Belén, a sus dos grandes arcos atragantados de tráfico. Sigo la muralla, la ancha muralla que nos sirvió de tan poco. Voy hacia el bastión que está más al sur, hacia el llamado Martinengo. Sobre ese bastión está tu tumba.
     Hace muy buen tiempo en estos últimos días de diciembre. Asciendo sin prisas la cuesta, mirando la imponente construcción que separaba Iraklio del resto del mundo. Llevo únicamente una camisa, una camisa negra. Sé que en mí este es el color habitual, pero hoy esa camisa tiene más sentido que nunca. Mi bisabuelo iba vestido siempre de negro, estaba de luto por Creta y los cretenses muertos y juró que no cambiaría jamás ese color en sus ropas si no veía antes nuestra tierra liberada. Nuestra sangre cretense sabe que la libertad y la vida son la misma cosa. La vida sin libertad se convierte en algo más atroz que la muerte insensible que pone fin a los días. Por eso vamos siempre de luto, por la muerte de los otros y por nuestra propia vida.
     Desde lo alto del bastión, hacia el norte, se ve la caótica ciudad llena de antenas y placas solares. Iraklio se parece ya poco a tu Megalo Kastro y demasiado a las confusas ciudades de Oriente Próximo. Más allá de la ciudad la llanura azul del Egeo. Sólo rompe su horizonte la silueta de las torres de Agios Minás.
     Al sur el Monte Youjtas, dibujando el perfil de Zeus muerto. Poca gente sabe que ese sereno rostro del dios que murió en esta tierra está lleno de agujeros, tantos, que es casi un milagro que se mantenga en pie. Generaciones de cretenses enterraron en las mejillas, la frente, la nariz y los labios del dios a los que murieron anhelando la libertad. Al pie del monte los turcos ejecutaban a todos los que se atrevían a entonar canciones sobre la liberación o la patria. Antes les habían arrancado la lengua y se la habían dado de comer a los perros.
Entre ese mar y ese monte hay un sencillo jardín. Un recinto con césped y bien recortadas buganvillas. En el centro está tu tumba. Varias piedras planas y grises y una humilde cruz de madera.
     Vengo con el sol de Creta hasta tu tumba, abuelo. Hasta la tumba vengo con todo el sol de Creta. Me duele este sol en mi negra camisa porque es ahora un sol que no te baña. Amabas la luz, los días claros de Egina escribiendo contigo en el jardín.
     Me acerco con un místico silencio hasta tus pies. Respeto y reverencia. De mi bolsillo saco un fragmento de tus palabras en un papel arrugado. Te lo leo. Te gustaba mi idioma y en él te leo tus palabras escritas en la lengua que yo amo. Palabras que hablan de palabras, palabras para el hombre enamorado de las palabras. Te leo el texto muy despacio, cortado por sollozos que me traicionan e intento contener. No quiero empañar con mi pena tu relato.
  
“En otra ocasión nos habíamos detenido Sikelianós y yo frente a Esparta. Había llamado nuestra atención una extraña flor que crecía sobre un muro y nos sentamos para cortarla. Los niños se arremolinaban a nuestro alrededor.
     -¿Cómo se llama esta flor? Preguntamos.
     Ninguno lo sabía. Entonces saltó un niñito moreno:
     -¡La tía Lenió lo sabrá! dijo.
     -¡Ve a llamarla!, le dijimos.
    El muchachito corrió hacia la ciudad y nosotros esperábamos con la flor en la mano. La observábamos, la olíamos, pero estábamos impacientes, anhelábamos la palabra. Al poco llegó el chico.
    -La tía Lenió –dijo– murió anteayer.
    Nuestro corazón se encogió. Sentimos que había muerto una palabra; había muerto, y ya nadie podría colocarla en un verso, hacerla inmortal. Sentimos miedo. Jamás la muerte nos había parecido tan inhumana. Y dejamos la flor sobre el murete, extendida, como un cadáver”.

Al acabar de leerlo lo quemo, quiero que en un antiguo y mágico rito lleguen a ti las palabras. Que te acaricien los verbos el cabello gris y que cada sustantivo consuele tu carne herida, vencida por la muerte.
Recojo del suelo parte de las cenizas y pongo con mis dedos manchados tus iniciales sobre tu tumba. El dulce viento sur se lleva el resto y ya no nos quedan huellas de las partículas diminutas y grises que fueron tus palabras hace apenas un instante.
     Con este rito, abuelo, pongo fin al largo ciclo en que mezclé tus palabras con las mías. Quiera Dios que de esta mezcla nazca un fruto duradero que contribuya a que otros hombres después de nosotros conozcan el valor de tu espíritu.
     Saco de otro bolsillo un poco de arena. Como un ilusionista con los bolsillos llenos de trucos, me he acercado a tu descanso; repleto de ritos y símbolos. Los ritos no nos son ajenos. Somos nietos de Minos, biznietos del todopoderoso Zeus y, por tanto, tataranietos de la fecunda Madre Tierra. Sabemos bien de mitos, ritos, cenizas, tumbas, libaciones... Hemos llenado durante siglos esta tierra de muertos.

      Derramo la arena en las ranuras de tu tumba. La mezclo con la tierra sagrada de toda Grecia y con mi silenciosa oración fúnebre. Corto una rama de buganvilla y la coloco con tímido respeto sobre tu lecho de piedra, arena y brisa.
     Sobre una esquina de la lápida me siento a llorarte. No he contaminado con mis lágrimas los ritos, pero ahora mi llanto se ha hecho imparable.
     El hermano de mi bisabuelo decía que el pueblo cretense había llorado tanto en los siglos de esclavitud, que toda Creta podría haber sido atravesada de este a oeste por un río de lágrimas. En esta mañana cálida de diciembre contribuyo con mi dolor a la crecida de ese río. Si el río se desborda, suplico a nuestros dioses ancestrales que no permitan que se limpien las huellas de la sangre. La sangre derramada no debe caer en el olvido. La sangre de Creta no puede dejar de ser una voz que clama por la libertad y la continuidad de la lucha.
     Sobre tu cabeza se levanta una pequeña lápida con una inscripción escrita con tu propia caligrafía. La frase que amo y repito, que aprendí de memoria.

          Δεν ελπίζω τίποτα
          Δε φοβούμαι τίποτα
          Είμαι λεύτερος

     Te suplico gritando en silencio. Te pido que me ayudes a creerla cada día. Arranca de mi corazón toda esperanza, todo temor. Ayúdame a ser libre. Arrodillado ante la lápida, como un antiguo suplicante de una tragedia de Esquilo, sigo con mis dedos las letras grabadas en la piedra. Tus grafías esculpidas en la lápida y en mi ansiedad por cumplirlas. Leo en voz alta esas palabras como una oración llorada y no aprendida: Nada temo. Nada espero. Soy libre.
     Con los ojos ardiendo dejo tu tumba. Desciendo lento, con piernas pesadas por el bastión de Martinengo. Entro a descansar en el viejo kafenío. Creta juega esta mañana a las cartas y lee el periódico. En la televisión las predicciones astrológicas para el año que se acerca.
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(1)  San Stéfanos
(2) Pastel de hojaldre y crema típico de Creta.


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