Ofrenda

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domingo, 27 de marzo de 2011

Χανιά, 31-XII-2007

La estación de autobuses está en el centro de la ciudad moderna. Alrededor hay incontables letreros luminosos de hoteles. Sin embargo me vuelvo indiferente ante esas ofertas, arrastro mi maleta por calles maltrechas y me dirijo hacia la zona antigua, al puerto veneciano. Hoy me apetece rodearme de belleza.
     En el primer hotel no hay habitaciones libres, pero el señor sale del hotel y me acompaña a los dos siguientes en los que tampoco hay suerte. No me inquieto, siempre me queda la opción de volver a la parte moderna de la ciudad.
     Entro en un hostal, en la recepción no hay nadie. En una mesita redonda cubierta con un tapete blanco hay un teléfono y un cartel al lado. Me acuerdo de Alicia en el País de las Maravillas: los objetos siempre tenían al lado un cartelito con indicaciones. En este pequeño país de cuento que es la parte vieja de la ciudad el cartel en vez de “cómeme” dice: “si no tienes habitación, llama a este número”.
     Marco las cifras y me atiende un hombre joven. Me pregunta dónde estoy, le explico, me dice que espere. Antes casi de que tenga tiempo de encender un cigarro aparece. Delgado, nervioso, con voz simpática de acogida me dice que lo acompañe.
     Un laberinto de calles y fachadas pintadas en tonos terrosos y rosas. Una pequeña puerta de piedra y otro laberinto interior de pasillos y salas caóticas que se abren a nuestro paso. Un batiburrillo de objetos curiosos. Me señala la cocina y me dice que use lo que necesite, la lavadora, la plancha, que me cocine lo que encuentre, lo que quiera. Siempre hay café, añade.
     Abre la habitación y hago esfuerzos para que no salga de mi boca una carcajada. La habitación no es muy grande. Casi todo está ocupado por una desproporcionada cama en la que cabrían sin estorbarse tres personas. Nunca había visto una cama más ancha que larga y ésta, puedo jurártelo, lo es. La cama está cubierta por un dosel y muchos tules. Las paredes mal pintadas con esponja en tonos azules. En los huecos mínimos que deja la cama hay un escritorio pequeño, una nevera diminuta y una mesilla que describiré como “recogidita” y que parece flotar en el aire. Cuadros antiguos, algún icono, un grabado del puerto y un cartel de un concierto de música moderna. Creo que es la habitación que Madame Hortense hubiera deseado en Ierápetra. Me recuerda el dormitorio de una antigua puta del Pireo que vive en ella sus años de nostálgica decadencia. Ya sabes la gran simpatía que siento por mi puta favorita del Pireo.
     De perfil recorro los contornos de la cama, no hay espacio para ir de frente, corro las cortinas pesadas y antiguas y abro la ventana. Es una ventana que abre hacia arriba. ¿Cómo dejarla abierta? Descubro su primitivo mecanismo y la abro para que entre el aire. Miro. No lo creo. Frente a mí el viejo puerto veneciano, el minarete que ahora hace de faro y la antigua mezquita. Me río de nuevo, miro el puerto, miro la habitación y sin parar de reír me pongo a cantar: απ' το παράθυρό μου στέλνω ένα, δυο, και τρία και τέσσερα φιλιά... (1)
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(1) Desde mi ventana lanzo uno, dos, tres y cuatro besos (es la canción que cantaba Melina Mercouri en Nunca en domingo).

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