Ofrenda

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lunes, 28 de marzo de 2011

Escenas de Atenas  3-I-2008 
Ο ΠΡΟΦΗΤΗΣ ΜΑΛΑΧΙΑΣ(1)

Un sol espléndido en el cielo. A mis pies la ciudad. Desayuno rápido y salgo a la calle. No tengo ningún lugar predeterminado al que ir. Me invento para este día, para este final del viaje de la memoria y el reencuentro, citas con otros fantasmas.
     Pongo la brújula del recuerdo lejos de las calles del centro. Subo desde la Calle Pireo a la calle Ajilleus, justo donde se corta y forma la diminuta plaza de Metaxurgiou. En esta placita está el hotel en el que me alojé la primera vez que vine a Atenas. Se llamaba Rivoli; luego fue una residencia de ancianos y ahora es otra vez un hotel, pero ahora lo han llamado Apolo.
     Nos dieron la habitación 603. El hecho de que esta vez en casi todos los hoteles me hayan repetido ese número, ¿no indica en sí mismo un cierre? En el Rivoli la 603 era una doble con baño y vistas a la Acrópolis. ¿Se puede en un primer viaje ser más afortunado? Sí. Esa fortuna estaba en la juventud, en la compañía. Recuerdo de aquel tiempo que era octubre, no hacía ya calor en Atenas, a veces soplaba el céfiro y traía ligera llovizna algunas tardes. Largos fueron entonces los paseos, corto el dinero y dilatadas las tardes del domingo metidos en la cama mientras esta ciudad dormía eternas siestas. Si cierro los ojos puedo oler y acariciar aquella tersa piel de nuevo. De memoria mis dedos podrían hoy recorrer todos sus contornos y sin embargo mis dedos saben que hoy sería una piel muy diferente. Han pasado desde entonces unos veinte años. En su cadera derecha tenía dos lunares y yo comenzaba siempre a morder su cuerpo en ese punto que para mí había sido señalado. Lo llamábamos el eclipse. Aquella piel y aquel olor no dejaban jamás de seducir mi deseo y mis pasiones.
     Como no teníamos dinero, pero no queríamos dejar de venir a Atenas, comíamos cualquier cosa en el hotel. Bajábamos a un supermercado que se llamaba Atenea, ya no existe y comprábamos conservas y fiambre, un par de cervezas en lata y una barra de pan, ese pan griego amarillo que sabe a antigüedad. Entre las dos camas poníamos una mesilla y, agotados por las largas caminatas sin pausa, porque nuestra economía no nos daba ni para una pausa con café, agotados entonces, como digo, nos desnudábamos, nos duchábamos y comíamos desnudos frente a frente, sentados en las camas. Nada más acabar de comer se daba media vuelta y se dormía.
     Yo quitaba la mesilla, juntaba las camas, me tumbaba cerca para respirar su siesta. Cada tarde intentaba dejar que durmiera, pero era incapaz. Cerraba los ojos y con mi barbilla iba recorriendo despacio las cumbres de todas sus cordilleras. Si se daba la vuelta y quedaba boca arriba, con los ojos cerrados, yo me detenía en los campos de arena que eran su liso vientre y sus costados. Yo sabía que no dormía, pero fingía y así me dejaba que hiciera. Mis uñas perfilaban con dulzura senderos invisibles en sus hombros, se perdían en el bosque de su nuca. Con sólo un dedo me deslizaba por las formas caprichosas de sus proporcionados oídos y de allí a las mejillas, mientras mi barbilla seguía su propio recorrido y acababa, invariablemente, guarecida en su pecho.
     Entonces abría los ojos y con ternura yo daba pequeños mordiscos en sus cejas y sus párpados mientras decía: “¡Duerme! ¡Duérmete!” Y ya no se dormía, ni lo fingía. Cuando abría los ojos significaba que se había declarado la guerra. Los dos ganábamos a la par esas batallas. Sábanas, piernas, sudor y susurros eran uno en el más febril de los combates.
     Luego, jadeando, riendo o callando, nos acostábamos con los cuerpos pegados y fumábamos, como fumo ahora, un karelia. Mi mano, serena ya, descansaba refugiada en el pliegue de su ingle.
     Miro esta mañana el balcón de aquella habitación. ¿Cuándo cicatrizaron las heridas de aquella guerra?
*    *    *

Subo por Ajilleus, dirección a Omonia. Algunas tiendas siguen siendo las mismas. Otras han cambiado ya varias veces en estos veinte años. Entro en la iglesia de Agios Nikolaos, el santo que te protege. Me detengo a contemplar con atención los frescos. Hace poco supe que eran obra de tu amigo Kalmoujos. Ese desconocido y maravilloso pintor que te acompañó a Sinaí y Tierra Santa. Casi todo su tiempo lo dedicó a realizar frescos y a restaurar otros en infinidad de iglesias por toda Grecia. Se calcula que pintó en su vida cerca de ¡cuarenta kilómetros cuadrados de paredes!, además de la obra en otros soportes. Kalmoujos consiguió hacer más humanos a los santos.
     Bajo la escalera y entro en la cripta. Un mendigo duerme en una silla abrigado por el calor de las velas.
*    *    *

Sigo hacia Omonia. Enciendo otro karelia en el lugar donde aquel ancianito de Asia Menor tenía su pequeña tienda de dulces. Freía sin cesar aromáticas loukumia(2). Fue una de las primeras tiendas que se reconvirtieron en esta calle. Ahora es una peletería de una familia rusa.
*    *    *

La calle Athinás con toda su cacharrería en el suelo, con todo lo que uno puede imaginar puesto a la venta. Antiguas insignias soviéticas, tabaco de contrabando, salchichas, animales vivos y muertos, relojes, especias de mil y un colores y de aromas que embriagan, herramientas, iconos, inciensos y carbón para los altares, té en rama de los montes de Creta. Suenan viejas cintas de rebétiko que compiten con las voces de los comerciantes: “lo vendemos todo, hasta la leche del pájaro”. Y es cierto, en Athinás hasta la vida puede ponerse en venta.
*    *    *

Llego hasta la plaza de la Libertad, era hace tiempo una de mis favoritas. Ahora está tan cambiada que entre mi recuerdo y mi mirada hay un abismo inmenso. En esta plaza tomaba mis cafés de domingo mientras leía el periódico del día anterior en alguna de las terrazas que entonces había en la plaza.
     Mañanas frescas de aquel caluroso año en que vine a estudiar literatura a la Universidad de Atenas.
     Aquel año por primera vez visité Creta.
*    *    *

Entre Asomaton y la estación de Thission recuerdo a mis alumnos de hace dos años, sentados en semicírculo y escuchando mis largas, pero vividas, explicaciones. Espero que Grecia les pellizcara el alma en esos días como me la pellizca a mí cuando escucho en el exilio un acorde agónico del bouzouki.
*    *    *

Comienzo mis compras, hay que renovar vestuario.
     Tiendas y rostros conocidos. Comprar en Grecia para mí es muy fácil. Sé donde encontrar lo que me gusta y quiero y además todo existe en negro. Primero la tienda de los dos hermanos macedonios que siempre me recuerdan, luego otro tipo de camisas donde la señora Varvara. Después dejo que las tiendas llamen mi atención.
     Veo algo que me gusta y entro en un comercio por primera vez. Es una tienda nueva, la dependienta tendrá unos veinticinco años, cuerpo menudo, cabello oscuro y un rostro agradable. Mientras me atiende amablemente la llaman por teléfono, pide disculpas y lo coge. Yo sigo curioseando entre las prendas. La conversación se alarga, salgo a mirar las ropas colgadas fuera (no hay en estas tiendas escaparates). Entro de nuevo y la chica tiene los ojos arrasados en lágrimas. Disimulo, como si nada hubiera visto y sigo mirando la ropa. Cuando cuelga el teléfono me sigue atendiendo, pero aún siguen rodando las lágrimas por sus mejillas y me pide disculpas varias veces.
     -No pasa nada, le digo, todos lloramos.
     -Sí, pero no en nuestro trabajo.
     -Lloramos en cualquier rincón de nuestras vidas y eso es peor a veces.
     Entonces su llanto ha sido incontenible. No he podido evitarlo, la he abrazado y me ha dado las gracias, con el cuerpo rígido al principio, pero devolviéndome el abrazo en un segundo.
He acariciado su cabeza y me he atrevido a preguntarle:
     -¿Dinero, amor o muerte? Al final siempre lloramos por lo mismo.
     -Amor, ha respondido en un sollozo.
     Me ha ofrecido un café, he aceptado. En muchas tiendas de Plaka tienen hornillas y brikis(3) para hacerse varios cafés en la mañana. Sirve los cafés y me pone en un plato unas rosquillas de sésamo.
     De nuevo me da las gracias. Le cuento las veces que yo he llorado también por amor, me escucha. Me cuenta su pena y escucho. Nos hemos convertido en dos extraños confidentes que intercambian historias amargas y pasados dolores, sin pudor, seguros de que nunca volveremos a vernos. Yo abro una página y ella abre otra. Todo parece encaminado a convertirse en una tragedia griega y no era ese mi deseo en la mañana ateniense. Pongo entonces una intencionada voz de actor histriónico, la acompaño con un desmedido y ampuloso gesto de escenario antiguo y le digo:
     -Pero lo mío es peor, siempre peor.
    Y hemos comenzado a reírnos, aún moqueaba ella. Dos cómplices desconocidos bajo la fresca mirada de la Acrópolis.
Me levanto para marcharme, ella hace sus cuentas pero no le consiento el exagerado descuento que me ofrece. Pago el precio marcado a pesar del dulce enojo. Le digo que debo irme, que tengo un poco de prisa y ella pregunta:
     -¿Dónde tienes que ir? ¿A consolar a otra tonta? ¿A hacerles sonreír con tus historias de almendros?
     -No -le digo-. Debo seguir comprando ropa negra.
*    *    *

Como un bocado en el hotel. Arrullado por el rugir del tráfico me quedo dormido. He convertido el tráfico de Atenas en una particular canción de cuna.
*    *    *

Preparo ropa limpia, ya casi no queda en la maleta. Me doy una ducha caliente, me perfumo. Tengo una cita y quiero estar todo lo presentable que me sea posible.
*    *    *

Regreso de mi cita. El cuerpo dolorido, borracha el alma.
     Me esperaba en la puerta del hotel. Con su apariencia gris más marcada en la penumbra de la calle. Como ha esperado siempre, así esperaba; dispuesta a devorarme sabiendo que me va a escupir más tarde.
    Atenas me abre sus brazos y sus piernas en la última noche. El telón amenaza con su peso, caerá, víctima del mecanismo oxidado de telarañas y tiempo.
    Arrastran lentos mis pies una carga pesada por la nostalgia que sentiré más tarde. Evoco en las iluminadas avenidas los nombres que han ido borrándose. ¿En qué playas estuve? ¿Qué cené el día de Navidad? Atrás, miro más atrás. ¿Quién paseó conmigo por esta calle? ¿Con quién me emborraché de vino de resina en esta taberna?
Pronuncio al azar los nombres que se han ido sin poder casi ubicarlos en lugares concretos. Yorgos, Katerina, Yannis, Zisis, Irini, Andreas, Darinka... ¿Dónde fuisteis a parar? ¿Dónde os llevó la vida?
     Ellos no están, abuelo, no quedan a veces ni sus facciones en mi memoria, sus edades, sus sueños, pero sí quedan sus nombres. La palabra es lo único eterno. Pienso en esa duración del lenguaje; generaciones que mueren, generaciones que viven, las que habrán de venir y también serán tragadas por la muerte. Pero a través de ellos y más longevo que sus vidas pervivirá el idioma.
    La salvación y continuidad de nuestra lengua es otro de los milagros de esta tierra. Tantos años prohibida y perseguida. Conservada en los monasterios a pesar del empeño invasor por eliminarlo de nuestras gargantas y nuestras voces...
    Alrededor, en mi paseo, escucho el acento cantarín de los atenienses. Sé que se irán, todos los que me rodean esta noche morirán algún día, pero dejarán su idioma apenas alterado. Antorcha de sonidos y de ideas, relevo pronunciado por generaciones y generaciones.
    ...Y el verbo se hizo carne y habitó entre nosotros.
    Me lanzo como un suicida con poca decisión entre los coches frente al Arco de Adriano. En el pequeño jardín está el busto de Melina y no puedo marcharme de Atenas sin ponerle como cada año un ramillete de flores robadas.
    Voy volviendo al hotel. Han cerrado las tiendas y el bullicio sale sólo ya de los bares. En algunos soportales duermen perros acompañando a sus mendigos. Delante de la Universidad dos palomas beben en la fuente.
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(1)  Profeta Malaquías.
(2) Buñuelos fritos y bañados en un almíbar ligero de miel.
(3)  Pequeño cazo con un mango largo para hacer el café griego.


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