Ofrenda

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martes, 15 de marzo de 2011

NOMBRES




Era de esperar que más pronto que tarde apareciese entre estas páginas el fado. Es un fado quien le ha dado nombre. Casi todas las personas que escriben, pintan, esculpen, componen o se dedican al arte en alguna de sus facetas, suelen decir que una de las grandes complicaciones está en poner un título. Una palabra o una serie de palabras que resuman y reúnan todo lo que el conjunto de la obra quiere decir. Cuando comencé a escribir este blog yo estaba escuchando un disco de Amália Rodrigues. Nada extraño, todos los días tengo mi dosis de fado y la mayoría de los días en esa dosis está incluido el componente Amália. Hace unas semanas recibí el pedido que había hecho a un comercio online de Lisboa. El paquete contenía libros, discos y un dvd, materiales que están dándome apoyo moral en esta eterna convalecencia que me retiene atado a la lectura y al silencio desde agosto. Uno de los libros contenía un soneto de Luís de Camões, reconocí sus palabras y recordé que Amália lo había cantado con la música de Alain Oulman; lo busqué entre los cientos de archivos sonoros y al final apareció. La voz de Amália, como si por ella no hubiera pasado la muerte, le daba un sentido nuevo a los versos de Camões, una amargura aún mayor. Me dejé llevar, con los ojos cerrados. Palabra tras palabra fui haciendo un recorrido inverso hasta la primera vez que escuché cantar a Amália.
      Yo era aún estudiante y la amiga de una de mis profesoras me pagaba por pintar su casa y ayudarla con su mudanza. Era cómodo porque iba a mi aire, solo en la casa y a veces con la ayuda de Javier, ponía las cintas de Pilar en un antiguo radiocasete. Una de las cintas era de Amália Rodrigues. Cuando aquella voz comenzó a salir por los altavoces, hubo un enamoramiento instantáneo entre su voz y mi melancolía. Un sentimiento que yo en aquella época simplemente podía presentir. Hubo una explosión de emociones que después se ha repetido sólo en momentos muy puntuales, momentos que reúnen ciertas condiciones. En aquellos fados ella estaba cantando toda la tristeza que contiene el universo, no sólo su propia tristeza o la tragedia de su vida o de la vida de los poetas que los escribieron; ella expresaba toda la tristeza de la existencia.
      Por ella aprendí portugués y comencé a visitar Lisboa con frecuencia, no por Amália, no; por la tristeza. Y descubrí en Lisboa que mi sentimiento tenía un nombre, saudade; que tenía una apariencia: portones con flores blancas en mayo, fachadas delicadamente despintadas, calles adoquinadas y tranvías amarillos que me anudaban la garganta cuando los veía pasar con su luz ambarina por las noches.
      Vendrían después las noches interminables de fados en las tabernas del Barrio Alto o de Alfama. Vendría el atrevimiento del vinho verde y una actuación improvisada en la Taberna do Chico. Un dolor pegado a una voz que siempre está callada. Una conversación a altas horas de la madrugada con el camarero de un tugurio mal iluminado: O fado faz surgir em mim emocões que não comprendo, e esse é um enigma que não será resolvido. O fado chegou, então eu já não tinha escolha, era o meu destino
(1).

Al salir de aquel bar encontré una pintada de las muchas que ilustran el Barrio Alto: Fui sincero, pues te canté cuando no sonaba la música.

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(1) El fado hace surgir en mí emociones que no comprendo, y ese es un enigma que no será resuelto. El fado llegó, entonces yo ya no tenía opción, era mi destino.

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