Ofrenda

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sábado, 19 de marzo de 2011


Χώρα 'Ιου, 30-Dic-04

Hoy me voy a Syros, el barco zarpará a las cinco de la tarde. Toda la mañana para disfrutar del coche. Ayer, al ir a devolverlo, me dijeron que me lo quedara porque había tenido muy mala suerte con la lluvia. Así que he podido disfrutar del coche y recorrer los caminos difíciles de la isla viéndolo todo iluminado y radiante, lleno de una transparente luz.
Primero el pueblecito de Psathi y su extensa playa. No hay nadie en el pueblo, al menos por las calles. Dejo el coche y bajo hasta la playa. Las aguas son verdes, limpias, cristal que se mueve y da brillo a la arena virgen y sin huellas. Me acerco al borde del mar, me agacho, mojo mis manos, mi rostro y mi cabeza y saludo, reverencialmente, al Egeo. Es mi primer contacto físico con mi mar después de tanto tiempo.
Frente a mí, una manada de gaviotas vuela hacia Amorgós. Recuerdo los versos de Miquel Martí i Pol sobre un puente de mar azul que va de Alcudia a Amorgós. Mis palabras recorren el puente azul, ahora en sentido inverso. Repito el mágico y definitivo rezo y espero que la plegaria te llegue.
Encuentro un pequeño guijarro redondo, es casi transparente, con unas líneas negras perfectamente dibujadas. Es tan suave como algunas pieles. Lo acaricio, lo seco y lo guardo en el bolsillo de la camisa, junto a mi pecho. ¿Te lo daré alguna vez?
Dejo la playa y entro en la pequeña aldea. La iglesia de este pueblo perdido y vacío está abierta; es más, tiene la llave en la puerta, como hace años. Cojo nueve velas, por todos los días en los que no pude poner velas, desde que salí de Atenas. Pido cinco deseos, cada uno una vela y las restantes para el mismo. En dos ocasiones la vela se apaga, me encoge el corazón un temor religioso, supersticioso. Me siento un rato en la iglesia, apago las velas y tomo de nuevo mi camino.
Por la carretera voy escuchando la radio, pero no me concentro; llevo en el salpicadero las flores violetas y amarillas que encontré en la puerta de la iglesia.
Bajo de nuevo a la playa de Ayía Theodoti y, repitiendo las palabras del ritual por tres veces, lanzo las flores al mar, un improvisado ritual a Yemanyá o a una Afrodita marina. Me descalzo, paseo por la playa. De las siete flores el mar me devuelve dos. Hoy los santos no han querido mis velas ni los dioses del mar mis flores. ¿Estoy pidiendo de verdad algo imposible?
El sol brilla amarillo y pálido en lo más alto. Amorgós da una sombra agria y misteriosa al verdor del Egeo. Al lado de la orilla las aguas siguen siendo eternamente claras, serenas, mezclando tonos de sueño. Me desnudo, nadie en la playa. Entro en el agua y el contacto pleno de mi cuerpo con este helado Egeo devuelve a mis músculos la dureza de la juventud tan añorada. Mi piel es firme de nuevo, se llena de manos que la acariciaron, de perfumes antiguos en camas clandestinas, en habitaciones pobres y ajenas. El mar me devuelve sabores de años.
Salgo del agua, no tengo toalla y debo pasear al sol para secar mi piel, dejar escapar del bello contacto las aguas del Egeo, las caricias retomadas. Y me entristece mi lejanía cotidiana de este mar de luces. No quiero irme de la playa y me voy secando lentamente, cantando tristes fados. Vuelvo al agua, quiero retrasar la marcha. Pero esta vez ya no he sentido las dulcísimas caricias, el cuerpo de la juventud, las sábanas con el aroma del amor clandestino.
Entonces voy en busca de las flores que el mar ha escupido. Vuelvo a arrojarlas al agua y esta vez Egeo las acepta. Mojo el guijarro, lo acaricio y lo guardo aún húmedo junto a mi pecho.
Desconcertado dejo la segunda playa y me voy a buscar la tumba de Homero. El camino sigue igual, mejor no arriesgarse.
De vuelta a la Jora, un anciano, al borde de la carretera, me hace gestos para que me detenga y lo lleve hasta el pueblo. Son apenas tres o cuatro kilómetros. Me detengo, le ayudo a cargar su bastón y sus verduras recién cortadas y, charlando, llegamos a la Jora. Se empeña en darme parte de la pequeña cosecha del día. Le insisto en que no lo haga. Me da pena, pero le digo que no tengo donde preparar las verduras.
Al dejar la Jora veo que el cementerio está abierto. Me detengo y entro. Los cementerios griegos tienen cosas curiosas que generalmente no se encuentran en los cementerios católicos. Por una parte están las lamparillas de aceite siempre encendidas sobre cada sepultura. De noche dan un aire alegre y fantasmal al lugar. Por otra parte, las tumbas están llenas de referencias al muerto; una costumbre que llega desde los más antiguos años de esta tierra. En Milos vi la tumba de una niña que tenía en una mesita sus cuadernos escolares.
En este cementerio he visto dos tumbas que me han impresionado; una era de un pescador, el mar se lo llevó, decía una inscripción. Se lo llevó como se ha llevado hoy mis flores amarillas y violetas, a un lugar sin retorno. La tumba estaba llena de barcos en miniatura y aparejos de pesca.
He subido al nivel superior, pues el cementerio está construido en terrazas; me detengo ante una tumba rodeada de figuritas de escayola de Blancanieves y los siete enanitos. Observo el contraste de las imágenes de alegres colores con el lúgubre entorno, cuando una señora que estaba limpiando se ha acercado a explicarme que la tumba era de una niña de siete años, que era adoptada y sus padres la habían llevado a todas partes, de Atenas a América, para curar una dolencia de corazón que terminó con sus días. El matrimonio ahora ha adoptado otro hijo. No dejaba de repetir: ¡Pobre angelito! ¡Era un angelito!
La señora ha seguido su ronda de tumbas y a cada una de ellas le ha dedicado palabras familiares. A todas les ha hecho un comentario cotidiano acerca de los suyos: tu nieto está tan alto que no lo reconocerías…Tu primo también ha muerto… ¿Has visto como están hoy las prímulas que te puse la semana pasada?
Dejo el cementerio, conmovido, melancólico, con los ojos ardiendo. Al ir a cruzar la calle he visto un tractor que transportaba una cabra en el remolque. La cabra llevaba un gorro de Ayos Basilis. Parecía contenta. No me ha quedado más remedio que sonreír.

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