Ofrenda

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domingo, 20 de marzo de 2011

Αθήνα, 05-Ene-05

¡Qué buen día! He caminado durante horas por Atenas. He pasado por todos esos lugares que formaron el paisaje de mi ciudad personal. Las calles cercanas a mi primer hotel, los bares en los que siempre cenaba en mis primeros años de Grecia. Algunas cosas han cambiado, otras siguen exactas, indiferentes al paso del tiempo. Las plazas están remozadas, mi antiguo y entrañable Hotel Rivoli ya no es un hotel, el supermercado Atenea es ahora un Champion, pero los rostros son los mismos.
Llego hasta la plaza Karaiskaki, a su fuente de columnas jónicas, paseo por los callejones donde se mezclan los comercios de maquinaria agrícola y las casas de putas, con sus farolillos eternamente encendidos, sus interiores inquietantes. Seguramente mi mente lo ha transformado todo, pero me parece que hay cierta ingenuidad en  esas casas, es posible que Ilia tenga la culpa y la inocente prostituta del Pireo sólo quede ya en viejas cintas de vídeo erosionadas por mi sonrisa.
Bajo por Athinás, el mercado hierve de voces, dulces y frutos secos. Puestos de pescado decorados con claveles, animales vivos en jaulas, tenderetes con relojes y mesas que exponen objetos para la liturgia doméstica, inciensos, carbones, iconos plateados. Calles enteras con puestos de quesos y aceitunas, golosinas orientales y pequeñas tiendecillas que estallan por el olor de las especias. No tengo prisa, lo voy viendo todo con ojos nuevos, dejándome sorprender. Me cautivan las voces que se mezclan con el intenso sol de enero.
Llego a la plaza Kotziá, frente al ayuntamiento hay casetas de artesanía y un carrusel abigarrado de colores, espejos y caballos con unos tonos y pestañas de un mundo de fantasía imposible. El conjunto es tan espantoso que hace que uno quede fascinado e hipnotizado por esa extraña estética. Las risas de los niños parecen casi imaginarias por su sinceridad; están dibujadas para formar parte de este cuadro luminoso.
Sigo bajando, llego a Monastiraki, despacio, dejándome tentar por cada imagen, por todo aquello que deseo ver. Ya no dependo de otros pasos, ya no debo ceñirme a más gustos que los míos, sólo estamos mis deseos y yo. Dejo que mi voluntad sea anulada por mis intuiciones y mi desorden de apetencias. Jamás el camino había sido tan enredado entre pasos que regresan sobre sí mismos atraídos por sonidos, olores y voces; jamás el camino había sido, por otra parte, tan correcto. Es el camino único del deseo.
Paseo por los alrededores del Ágora, entre las piedras de aquellos que murieron y el bullicio cairota de los cafés. Si miro el interior del Ágora sólo veo paz, armonía de olivos y mármol. Al otro lado están las terrazas y los puestos de baratijas. Elijo y me quedo con la vida. Los templos también estarán ahí mañana. Este estridente coro de conversaciones puede desaparecer.
Continúo el recorrido por la calle Hefestos, por Pandrosou; hay cientos de tiendas, cuentas de colores, cerámicas espantosas, ropa militar, discos usados, muebles antiguos (o viejos), objetos de cobre, postales añejas y a veces procaces. Este mundo está demasiado vivo como para que unas olimpiadas hayan podido europeizarlo. Doy gracias a los Dioses.
Entro en Evanguelismós, la iglesia dedicada a la Anunciación de la Virgen. Siguen restaurando los frescos, miro viejos iconos, las reliquias de los santos, los exvotos. Enciendo una vela y pienso que tendré que montar un pequeño altar en mi casa, me va a faltar en mi vida diaria el olor del incienso y de las velas y no puedo permitirlo.
En medio de tanta vida, durante un instante, mi cuerpo siente un temblor y un frío ilógico con este sol. Recuerdo el tiempo, miro el calendario. El viaje se acaba y no sé cómo revelarme ante esta certeza. He podido enfrentarme a cada obstáculo de estos días, pero no puedo hacer nada contra el tiempo. Por primera vez en estos días soy incapaz de caminar con una sonrisa. No quiero irme de aquí.
Intento deshacerme del pesimismo y me voy a comer a un estiatorio[1] tradicional. Ensalada griega y makaronada me kimá[2], olor a canela en la carne. Leo el periódico y miro alrededor, conversaciones que se cruzan. Entra un mendigo y pide un plato de sopa. El cocinero sale y le sirve él mismo, le pone pan, un vaso de vino, sopa, ensalada y carne. El anciano, emocionado, da las gracias, el cocinero le desea un año mejor, es un hombre joven, con una extraña y dura belleza.
Por la tarde me acerco a Biblía gia ólouV[3], mi librería de siempre, en el primer piso de la calle Eólou. Es un lugar muy curioso, en el primer piso de un edificio de oficinas. Hay que subir por unas escaleras sucias y llenas de muebles viejos que llevan allí tanto tiempo como la propia librería. Está en una de las zonas más ruidosas de la ciudad, pero el interior es un oasis de silencio y calma. Una mujer trabaja sin cesar clasificando y atendiendo pedidos. Es amable, culta, enamorada de sus libros. Al venderlos parece deshacerse de algún objeto precioso. Ella, evidentemente, no me reconoce; yo a ella sí. Pienso en cuanto ha envejecido en estos años. Pienso en cuanto he debido envejecer también yo.
Algunas enciclopedias encuadernadas en piel roja llevan allí el mismo tiempo que mis recuerdos. Esta librería es el escenario ideal para comenzar un cuento. Como Samarakis no lo ha hecho, espero hacerlo yo algún día.
Me dejo aconsejar por la primera dama de esta librería desvencijada y me llevo una novela que se titula “Noé”. Se despide de mí con un “tou crónou[4]. Sonrío ante la evidencia de que la mujer me recuerda. No me extraña que a esta ciudad Theodorakis la llamara en un disco “Pólh magikh’”, es, realmente, una ciudad mágica.
Vuelvo al zumbido eterno del tráfico de Atenas y vuelvo a observar largamente la ciudad. El mismo frío en mi cuerpo. La misma sensación de un cercano fin.



[1] Restaurante popular.
[2] Spaghetti con salsa de carne picada y canela.
[3] Libros para todos.
[4] Hasta el año que viene.

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