Ofrenda

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domingo, 20 de marzo de 2011

Αθήνα, 06-Ene-05

Último día en Atenas. Cada vez soy más consciente de que el viaje termina. Soy consciente por la distinta textura de mi cabello que ha perdido la dureza de las islas, la consistencia agreste del agua salada. Mi piel va recuperando su urbana palidez azulada. Mi cuerpo entero se va preparando para el regreso, sufro una metamorfosis a la inversa, vuelvo a ser una larva que en algunas horas se refugiará de nuevo en un capullo de silencio y paisajes sin luz ni horizontes.
Thira, Íos, Syros y Mykonos son poco más que manchas ocres en un mapa pleno de azules. Desde que atracó el último barco ha pasado ya una vida entera.
Me ha consolado, no obstante, la escandalosa presencia de Atenas. Esta mañana de lentos paseos he llegado, a ciegas, sin dibujar en planos imaginarios mi recorrido, al templo de Zeus Olímpico. He entrado en el recinto del templo, sin prisas, sin la ansiedad que produce el saber que tras unas ruinas hay que visitar otras. En Atenas siempre hay que desechar algo, siempre conviene dejar un lugar que nos obligue al regreso.
Bajo las sombras gigantescas de sus columnas he leído los poemas de Kavafis. Mi voz ha intentado dar forma a la luz de los versos del anciano de Alejandría.

IdanikéV fwnéV ki agaphméneV
ekeínwn pou péqanan, h’ ekeínwn pou eínai
gia maV caménoi san touV peqaménouV.
Kápote meV sta óneirá maV omiloúne*
kápote meV sthn skéyi teV akoúei to mualó.
Kai me ton h’co twn gia mia stigmh’ epistréfoun
h’coi apó thn prw’th poíhsi thV zwh’V maV-
sa mousikh’, thn núcta, makrunh’, pou sbh’nei[1].
Creo que he vuelto a enamorarme de este idioma, necesitaba amar nuevamente estas palabras, los duros sonidos de consonantes desgarradas y ancestrales, el contraste de la dulce entonación que aprendí de Alicia, esa entonación dulcísima y con la que tanto nos reíamos al pedir “thganitéV patáteV[2]”. Tengo muchas ganas de venir a Grecia con Alicia, nunca hemos disfrutado de paseos juntos por este país del que tanto hemos hablado. Teníamos muchos proyectos antes de que una tormenta, que ya va siendo demasiado larga, se detuviese sobre su destino. Cuando Alicia se marchó a vivir a Roma mi dolor se somatizó. Recuerdo perfectamente el día en que nos despedimos en la boca del metro de Estrecho; ella se iba al día siguiente. Recorrí con pasos pesados el camino hasta mi casa y me faltaba el aire, era una sensación real de asfixia, parecida a la que se produce en las crisis de ansiedad. Esto me siguió sucediendo durante los primeros meses, cada vez que pensaba en su lejanía. Ahora ese dolor se ha calmado, pero aún nos quedan dolores compartidos a través de pequeños correos electrónicos. En estos años oscuros sólo me ha consolado al pensar en Alicia el saber que la mano de Massimo se posa en su hombro para reconfortarla. Este florentino de expresión serena debe ser un ángel de la guarda que mis santos ortodoxos nos han mandado para enseñarnos no sé qué misterios acerca de la existencia.
Salgo del templo y rodeo los jardines, llego a la puerta de Adriano y recuerdo mi primer viaje a Atenas. La última noche, mirando al templo iluminado, lloré ante la idea del regreso. Hoy el recuerdo pierde amargura, pero la nostalgia de aquel momento está más viva que nunca. Me juego la vida cruzando Leoforos Amalías; allí, en mármol blanco, me saludan esos ojos profundos y melancólicos de mar, los ojos de Melina. Me saludan las frases de Stella, las melodías cantadas por Ilia, las primeras palabras de “Nací griega”: Aquello que más amo en el mundo es Grecia, pero no puedo ver su mar, sus montes, su sol, el reflejo de su sol sobre sus montes. ¿Cuántas veces he sentido mías estas palabras?
Por la calle de San Dionisio el Areopagita me sorprende la presencia de la Acrópolis. Su imagen se abre paso entre todas las imágenes como un único rayo de sol filtrado en la tormenta. Evito entrar, quiero ir primero al Ágora y seguir luego el recorrido de las Panateneas.
Entro en una iglesia que nunca había visto antes. Se instala en mi corazón una extraña forma de piedad que desconocía. Camino por Anafiótica más tarde; hay muchas casas desoladas, arruinadas, como si hubiesen acabado recientemente todas las guerras de esta tierra. Me adentro por sus calles, al final del camino regresan las casas blancas, dominadas por un casi sagrado silencio. ¿Hay menos gatos? Llego a la casa de la señora Ártemis. Seguramente ha muerto, ya era muy mayor. La casa se ve abandonada desde hace años.
Paso mi tiempo entre mármoles, mercadillos, callejones olvidados, imágenes reconocidas una y mil veces. Subo por fin a visitar la Acrópolis y Kavafis me hace compañía hasta que el sol se oculta.
Bajo de la Acrópolis para zambullirme en el rumor del tráfico. Regreso a Plaka y paseo por los lugares deliberadamente conocidos.
La añoranza que siento es demasiado antigua, no se dibujan en mis recuerdos los últimos años. A mi lado aparece, desde la dimensión misteriosa y oculta de los recuerdos, un bellísimo cuerpo casi adolescente, la piel lisa, las formas firmes.
Una noche de Octubre, cenando en la placita del Plátanos, llegó de pronto el otoño. Los camareros jugaban con un perro sin amo, lo seguían, le hacían corro y le daban de comer. Aquellos ampulosos gestos me recordaban películas italianas en blanco y negro, pero ahora mi memoria conserva todo el color de entonces: rojos, ocres, los blancos de las camisas. Una corriente de aire trajo entonces lluvia y hojas secas y se llevó al perro que estaba ya perfectamente integrado en el grupo. Seguimos nuestra cena en el interior de la taberna. ¡Qué intensos fueron los sentimientos! ¡Qué ardientes sus expresiones! Ahora, envejecido, deseo recordar el sabor de sus besos. Pero eso es lo único que se borró con el viento, dejando incompleta la escena.
Sigo recorriendo calles. Busco en mis días las sensaciones perdidas, la piel en el agua, los cigarrillos entre apocalípticas sábanas, el cabello empapado entre brillos y rocas en las que pastaban las plantas silvestres unas cabras amenazantes. Una pequeña playa de Poros con un barco que naufragó hará más de cien años; una mirada que memorizaba los colores ardientes de una buganvilla, las redes secándose en el puerto y un primer atardecer cerca del mar. ¡Cuantos días me trajeron la felicidad en esta geografía!
El espejo de una tienda me devuelve una imagen desgastada y un aroma del tiempo que se fue regresa a mis pulmones. Mi pecho lo retiene, lo apresa y allí se queda para siempre agazapado. Y nunca más volverá a salir.





[1] Voces conocidas y amadas
de aquellos que murieron, o de aquellos que están
para nosotros perdidos como los muertos.
Algunas veces conversan en nuestros sueños;
algunas veces dentro del pensamiento las escucha el cerebro
Y con su eco regresan por un momento
los ecos de la primera poesía de nuestra vida
como una música, la noche, lejana, que se apaga.
[2]   Patatas fritas.

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