Ofrenda

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sábado, 19 de marzo de 2011

Ερμούπολη, 31 - Dic - 04

En este kafenío del puerto sólo faltan los mangas[1] y los rebetes[2] para hacerlo más auténtico. Son sólo las nueve y ya me he metido a tomar un café griego y sin azúcar. Fuera hay nubes rápidas que pasan dejando charcos ocasionales de una lluvia cálida. Ayer pensé que el día sería bueno; cuando me iba a acostar tenía la ventana abierta, en diciembre, y en el cielo brillaban las estrellas. Hoy, al amanecer, he visto los cristales de mi ventana mojados. Cambio los planes. En vez de ir hoy a ver la Ciudad Alta, iré por Ermúpoli y compraré alambre y frutas. Quiero arreglar la maleta y comer hoy algo más ligero.
La ciudad tiene un bullicio persa gracias a su comercio, los barcos que entran y salen hacen que el puerto sea un continuo bazar. La luz que se filtra a través de la mañana lluviosa da a las fachadas de piedra ocre un color similar al del mármol meloso del Pentélico. Con esa luz que se filtra por los amplios ventanales del kafenío entra una mujer bellísima, de mediana edad, esa edad indefinida entre la ingenuidad y la experiencia. La mujer se sienta sola, pide un café amargo. Por su acento compruebo que es extranjera y por su café compruebo que viaja sola. Saca unas hojas del bolsillo de su chaqueta y empieza a escribir lentamente mientras se enciende un cigarrillo. Mis mismos gestos, mis mismos actos. Nos miramos una y otra vez, pero los dos sabemos que no nos vamos a hablar, que vamos a respetar nuestras soledades llenas de presencias, nuestro liberador viaje.
El día se  presenta triste, como cada 31 de diciembre. Además, esto es demasiado bonito y no compartirlo con nadie me hace sentir, por primera vez en el viaje, el peso de mi soledad. Entonces me acuerdo de ti, y a pesar de los astros, las cartas, las flores en el mar y las velas que se apagan, creo que hubiera sido mejor que estuvieras aquí. Sólo por el placer de comentar fachadas y estatuas, sólo por el placer de pedir un par de cafés en vez de éste único y huérfano, amargo como la ausencia en la mañana.
Me acompaña la melancolía a pesar de la dueña del hotel, tan sonriente, tan conversadora, tan aduladora:
-Señor, su griego es perfecto.
No lo creo, ha empeorado en estos últimos años a fuerza de no hablarlo y no oírlo casi a diario.
Hay montones de niños por la calle. Llevan triángulos y cantan la “kálandas[3] de Ai-Basilis a cambio de un pequeño aguinaldo. Desde que me he sentando a tomar el café han entrado a cantar ya tres veces, siempre la misma kálanda. Su sonido me lleva a otras navidades, otros viajes y otras situaciones. Huyo de la navidad en medio de mi soledad cotidiana, pero las alegres kálandas me recuerdan hoy una soledad diferente. La que produce la falta de quien aún no te ha dejado solo.
Una triste y certera clarividencia me hace comprender que no estaremos nunca juntos en Grecia, que nunca se cruzarán nuestros destinos en los lentos barcos que cruzan estos mares repletos de historia y delfines, de leyendas, islas, espuma blanca y olas de verbos y silencios, de versos y antiguos besos. Sólo durante un segundo nuestros futuros se cruzaron, fue un instante eterno que abarcó eras y glaciaciones, una mirada que prometía paraísos y amaneceres. Después llegó el silencio y el vacío, el metálico vacío que deja en la mirada la ausencia de unos ojos que una vez fueron propios. Y no queda ya la más mínima esperanza, ni siquiera en los posos de este amargo café.
Kalh’ croniá[4].


[1] Los mangas eran los chulos del ambiente tabernario de los suburbios en la época en que la música rebétiko llegó a Atenas tras la pérdida de las ciudades de Asia Menor.
[2]  Intérpretes de la música rebétiko.
[3] Villancicos griegos.
[4] Jroña polá (Feliz año).

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