Ofrenda

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sábado, 19 de marzo de 2011

Ερμούπολη, 31-Dic-04

¿Cómo es posible que frente al gran palacio de la plaza de Miaoulis haya un kafenío como este? La música de los bouzoukis sale de antiguos discos de vinilo, pero como el golpeteo de las fichas del tavli son continuos e insistentes, no se perciben con claridad los defectos de la música.
Me he acercado al puerto sobre las cincos, a esperar el barco que traería de nuevo mi identidad a la isla. Al bajar el portón del barco he visto un gigantesco marinero de unos cincuenta años gritando: “Mia ispanikh’ tautóthta[1]. Me he acercado y al dármela me ha golpeado con simpatía el hombro y ha añadido: Que el 2005 te traiga cabeza. Sí, respondo, falta me va haciendo. El problema (¿problema?) del carnet se ha solucionado.
Ahora estoy de nuevo en la plaza para esperar la llegada de Ayos Basilis, pero lo reciben dentro del ayuntamiento. Supongo que podría entrar, pero como sólo veo matrimonios con niños en la puerta no entro porque me da vergüenza; así que esperaré con un café los fuegos artificiales.
El día ha pasado gris y lluvioso a ratos y eso me ha clavado tristezas antiguas en el pecho. No sé si me quedaré despierto hasta las doce, a esa hora se me echarían encima cientos de recuerdos. Aparecería la Rodas invernal en la que oí las sirenas de los barcos dando la bienvenida al 2002; el sonido de los objetos viejos e inservibles arrojados por la ventana y haciéndose pedazos en el suelo. No estoy seguro de si aquella noche fue mejor que esta o no, sólo sé que entonces no estaba solo. ¿Fue aquella noche cuando decidió apuñalar mi vida con cuatro espadas oxidadas? No lo creo, aún sonreíamos al mirarnos. Las espadas llegarían más tarde, hace un año, una noche de fin de año en Nafplio, en pésima compañía. Fingí alegría y buen humor que se volvieron escorpiones llenos de veneno ajeno. Pero no siento nostalgia por esos rostros. Tampoco les deseo hoy la felicidad. Ni rencor ni venganza: justicia.
Hay una lejana nochevieja en Hydra y una clara mañana de un primero de enero en la que los niños iban del ayuntamiento a la iglesia cargados de regalos. Fueron mis primeras navidades en Grecia y la llegada a Hydra pareció entonces un viaje en el tiempo.
Caía la noche cuando llegamos; el puerto estaba vacío, tres o cuatro personas paseando con sus asnos. En Hydra está prohibido el tráfico de vehículos con motor y la gente va de un lugar a otro en burro. La ausencia de coches y ruidos y la música de villancicos añejos en los altavoces de la plaza nos hicieron transportarnos a años que no habíamos vivido y que no podíamos recordar.
Pero hoy todo es diferente. Estoy en Syros y estoy solo, ¿quién podría creerlo con este alegre sonido de voces y dados alrededor?
Estos rostros producen en mí un magnetismo del que no puedo huir. En el kafenío sólo hay hombres, es lo habitual. La media de edad pasa de los setenta años. Hay muchos hombres que se hacen compañía en silencio, son los solitarios, los que me atraen profundamente. Cuando hablan entre ellos, en contadas ocasiones, afino mi oído para disfrutar de sus serenas y sabias palabras. Ojos transparentes y llenos de vivencias. Fuman en silencio, acercando con una elegancia aristocrática heredada de siglos sus manos nudosas a sus labios. A veces detienen el gesto, el bouzouki sube su volumen y algunas notas atraviesan sus pieles; cierran los ojos y sueñan años pasados, mares conocidos, sabores que se perdieron con el uso de los días. En sus gestos compruebo que era cierto aquello que pensé hace tiempo: el bouzouki puede llegar a producir con su sonido un verdadero dolor físico. Cuanto más definidas y agudas son las notas, más duelen, más desgarran los livianos tejidos de la concha que quiso acorazar una fragilidad que aumentó con los años. Esa fragilidad reaparece cuando se es sabiamente anciano, o ancianamente sabio. Los tejidos desaparecen erosionados, y al fin se vuelve a llorar, se consigue la libertad perdida.
En la película de Jules Dasin y Melina Mercouri, “Nunca en domingo”, un hombre baila solo y lo hace por el placer de gustarse a sí mismo. Cuenta Nikos Kazantzakis en su novela más conocida, Zorba, que cuando el hijo de Zorba muere a los tres años de edad, él se puso a bailar. Todos pensaron que había enloquecido; pero Zorba sabía que si no bailaba en ese momento habría muerto de dolor.
He dedicado años de mi vida a este país; lo he recorrido por todos sus bordes rocosos y sus montañosas entrañas interiores, he visitado sus islas y creo que empiezo a conocerlo un poco. Sin duda, lo más difícil no es aprender su lengua, sino asimilar la importancia de la música para este pueblo.
Hoy, en este largo día de lloviznas tristes, he visto un programa de televisión en el que se repetían las mejores actuaciones musicales del 2004. Para quien no conozca los secretos códigos de la música griega, los cantantes debían parecer a todas luces mediocres. El oído occidental rechaza los cuartos de tono, las voces nasales y los sonidos orientales y bizantinos que se unen a los instrumentos, a veces chirriantes, de Asia Menor. En el programa no se oían grandes voces, pero la forma de expresar el desgarro de las letras hacía que el público se estremeciera más allá de lo imaginable.
¡Qué bueno está este café espeso y espumoso que llena la boca de aromas intensos y primarios!
Me encanta esta ciudad, podría quedarme por largo tiempo en ella. Es un cálido refugio en medio del Egeo. Hay en ella una belleza que va más allá de las calles, las gentes, los paisajes. Posiblemente sea este aire cosmopolita que da el diminuto y oceánico mar que nos abraza.
Echo de menos a Marta, en un día como hoy nos hubiéramos reído mucho. Además, me gustaría estar en este momento con alguien que comparte mi entusiasmo. La llamaré más tarde. Alguna vez repetiré este viaje con ella. También me faltó ayer cuando iba de playa en playa repitiendo conjuros. Aunque no hubiéramos sido capaces de tomarlo en serio; la risa nos habría echo caer en la arena sin poder respetar la solemnidad de inventados ritos. Me acordé mucho de ella en el coche, la imaginaba aterrada bordeando aquellos acantilados por estrechas carreteras y en un coche que se aceleraba sólo con mirarlo. Ay, Marthoula mou, cuantas risas hemos perdido en estos días…
Llevan una hora con Ai-Basilis retenido en el palacio. ¿Lo habrán secuestrado unos albaneses? ¡Quiero mis fuegos artificiales ya!
Para que la pena no me pueda, como hoy el santo no pasará por mi casa, me he comprado dos regalos: un pequeño candelabro como los de las iglesias pero en miniatura y una maquinita de liar cigarros.



[1] Una identidad española.

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