Ofrenda

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miércoles, 6 de abril de 2011

OMONIA


Aqh’na, Xenodoceío Elite, 4 – I – 2009

Ayer dejé Kos y la despedida de la isla fue un tanto extraña. Recorrí con un taxi el cuerpo estrecho y abandonado de la isla, las mismas carreteras que yo había recorrido un par de días antes, pero ante mis ojos todo pasaba más rápido, como si se hubiesen mudado y acelerado las perspectivas. La isla seguía sin decir nada. Miraba los paisajes que corrían hacia atrás desde la ventana, bajo una lluvia fina y persistente, intentaba encontrar algo en mi interior que me pusiera mínimamente nostálgico, algo que convirtiera en real el ritual de las despedidas. Sentí la misma pena blanda que sentí hace algunos años al intentar rescatar un abrazo del olvido y el calor de la piel que ya no llegaba. Recuerdo esos años de esfuerzo para borrar un tacto de mi memoria y al final me apenaba no poder recordarlo y entonces lo que me dolía era esa ausencia del dolor.
Un aeropuerto pequeño de isla abandonada. Una espera distraída bebiéndome con ansia una novela. Un vuelo que se retrasa, un despegue suave y el sol se pone justo cuando nos vamos elevando. Es entonces cuando Kos me sorprende. Descubro desde el cielo la playa del islote, el monte o dragón o hija que duerme en Kéfalos y pienso que algún día habrá algo de la isla que sí echaré de menos, aunque de momento me falte descubrirlo. Las formas de la isla son bellas desde el cielo y creo entonces que, desde lejos, ciertos lugares siempre parecen paraísos.
Al llegar a Atenas todo resulta lento. Las maletas tardan más de media hora en salir, el autobús no llega y cuando lo hace va a rebosar. El tráfico es de sábado en una ciudad grande que además vive días de fiesta. No deja de llover. Siempre me parece chocante ver el suelo de Atenas mojado, este juego curioso de reflejos, de luces duplicadas en el asfalto. En Syntagma bastante movimiento y todos los policías del mundo.
Estoy cansado y quiero solamente encontrar un hotel cerca de Omonia. Vengo al Elite, ya estuve aquí en verano y no me pareció mal del todo. Pero la habitación que me dan es la peor habitación que he visto en toda mi vida; todo medio roto, desgastado, sucias las paredes y en vez de ducha un desagüe en una esquina. Un hotel de otro mundo. Bajo y digo que me cambien. Según ellos no hay otra habitación libre. Entonces digo que me voy, que me devuelvan el dinero. Imposible, ya han rellenado la ficha policial. La verdad es que estoy cansado y no quiero buscar más. Decido quedarme, sin deshacer la maleta, sin intención de ducharme por la mañana. Las sábanas al menos están limpias.
Salgo a cenar algo. Llueve. Se me mojan las gafas y lo veo todo como en un puzzle.
¿Qué le ha pasado a esta Omonia fragmentada en piezas? ¿Qué le ha pasado a sus calles adyacentes? Un mundo de droga, delincuencia, comercio ilegal y gente tirada en la calle. Me miran de un modo que no me gusta y se encienden mis alarmas de peligro. Me siento inseguro. Por primera vez en Grecia me siento inseguro. Toda la policía en Syntagma, vigilando el gran árbol de navidad o golpeando a algún adolescente.
Vuelvo de mala leche al hotel. Me acuesto a leer, hace frío. Extiendo dos mantas que hay en el armario y todo el dormitorio se llena de un olor rancio de carnicería, como huele el Varvakion en las tardes de verano.
Pero he conseguido, gracias a dos cervezas, dormir de un tirón. Ahora, en la mañana, preparo mis cosas para dejar el hotel. Miro por la ventana para ver si llueve pero no puedo verlo. La ventana da a un patio diminuto cubierto de uralita. No entra la luz por la ventana, ni aire, ni nada.
Me marcho.


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