Ofrenda

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miércoles, 6 de abril de 2011

RITUAL


Paralía tou Agíou Stefánou, 2 – I – 2009

Poco antes de llegar a Kéfalos me acuerdo de su leyenda. La roca sobre la que se asienta el pueblo es una hija de Asclepios convertida en un dragón y luego en piedra. Una venganza de la irritable Artemisa. Se dice que cuando alguien de un beso de verdadero amor a esta rocosa hija de Asclepios, volverá a ser humana. El desenlace esperado en tantos cuentos. Seguramente los habitantes de Kéfalos no quieren que esto suceda, perderían esta atalaya privilegiada desde la que se observan los cuatro horizontes. Eso debe explicar las miradas desconfiadas de ayer en la iglesia. No querrán que venga un desconocido a besar al dragón petrificado.
Un café rapidito y algo de comer en un súper; poca cosa, no tengo hambre; ha llovido en el camino y me duele la cabeza. Ahora, aunque se han ido las nubes, el dolor de cabeza no se disipa.
Me marcho despacio, otra vez a la playa de la basílica en ruinas, brilla el sol y el agua está más clara que ayer en la mañana. Los vientos se han calmado y apenas hay olas que desordenen las conchas y la arena.
Cuando bajo del coche miro de nuevo el arañazo. ¿Qué opinaría de esta nueva obsesión la doctora Cabárcenos? ¿Padezco rasguñofobia aguda?
Monto mi comedor en las rocas de la basílica, las columnas de mármol erguidas a mi espalda; al frente el islote con el monasterio de Ai-Nikolaos. Estoy solo y canto a voces el fado de despedida. Nadie en esta playa abandonada en los días de invierno. Playas naufragadas y rescatadas sólo para días ardientes que huelen a aceite de coco y chárter.
Me descalzo. Último día en el Egeo. Sigo cantando el fado. Me quito el pantalón, la arena es suave bajo mis pies, la brisa fresca en mis muslos desnudos. Sigo cantando, con una voz que desafina cuando piso una piedra. Me quito el jersey, los calzoncillos, la camisa y ya no canto. Entro entero en un agua que está menos fría de lo que imaginaba. Nado, camino por la arena, casi nunca cubre. Bordeo el diminuto promontorio de piedra gris sobre el que agoniza por siglos la basílica. Las ruinas desde el agua son aún más hermosas. Me quedo quieto y miro mis pies, el fondo del mar, la arena. Todo se ve tan claro, es tan nítida el agua. Nado hasta las rocas, salgo y me seco la cara y las manos, esta mañana fui previsor y cogí una toalla del hotel; me fumo un cigarro y canto en bajo. La voz apagada enciende el recuerdo. Anoche me llamó y ya no me importaba. Anoche no me dolió su llamada. Jugó a vencerme y ahora los dos estamos solos, pero yo tengo una soledad que no me duele y la suya cada día devora un pedazo más de su cabeza. Eso me dijo anoche. Y que me había echado de menos y que quería volver conmigo a Grecia. Colgué sin creerme ya una sola palabra. Sé que lo siente en el momento en que lo dice, pero luego lo olvida. Volver a jugar sería volver a echar los mismos dados y siempre saldrían los mismos números. Ya hemos comenzado esa partida en demasiadas ocasiones. Entonces hubo noches enteras de insomnio, noches en las que esperé que llamara o que hiciera sonar un claxon. Noches en las que jamás pasaba nada. Ahora el recuerdo dura lo que ha durado el cigarrillo. Me sumerjo y me olvido. Mi baño ritual. Primer baño del año y de momento último baño en el Egeo.
Salgo, me seco y me visto. Aunque esta mañana he recibido la bendición de Asclepios, no sería prudente jugarse la salud con los dados del viento.
Una flor violeta al mar.
Me marcho.


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