Ofrenda

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sábado, 3 de marzo de 2012





GRECIA, MADRE DEL DOLOR 
  

No tengo casa donde ir
ni cama en la que dormir
no tengo calle ni vecindario
por donde pasear un Primero de mayo.


Atenas, 26 de diciembre de 2011

—Has tardado en volver.
—Te avisé, te dije que nuestra anterior cita era imposible, que con la pierna rota no tenía ni ganas ni forma de llegar hasta aquí.
—Ah, sí, la pierna... En los últimos años romperte los huesos se está convirtiendo en tradición.
—No te rías de mí. Hay días en que los pinchazos del tobillo me hacen arrastrar el pie como si me estuviese limpiando en el césped una mierda de perro.
—Adoro tu elegancia.
—Me estabas buscando la boca.
—También te la busqué el año pasado, pero entonces fue para besarte. Y tú no estabas.

*          *          *
Me voy acercando a ella mientras mantenemos nuestra extraña conversación de bienvenida y reencuentro. De cerca sus canas son más evidentes y más blancas, sus arrugas más profundas y la forma de su boca denuncia la caída de más dientes.
Cuando la conocí, hace ya más de veinte años, mantenía el cuerpo duro y atlético de mujer madura que me enamoró, aún no se teñía el cabello y su boca era una maquinaria completa que se engrasaba mordiendo todo mi cuerpo. Me tentaba con sus faldas diminutas que dejaban sur rodillas al aire, me seducía con vestidos pegados a su cuerpo y escotes en la espalda que me llevaban al vértigo de miradas a escondidas.
Hoy lleva un vestido blanco y sucio, los bajos rozados; como si ese vestido que llegó entonces a los tobillos fuese el testimonio de  la disminución de su estatura. Quizás también arrastren sus faldones porque ha sustituido los tacones de aguja por un par de alpargatas. ¿Cómo no se le hielan los pies en este helado diciembre?
Su pulso ya no es firme, le tiemblan las manos en cada movimiento y se nota su torpeza en el maquillaje. Todo su rostro es un grafiti continuo, no quedan espacios de piel limpia en los que poder reconocerla.

*          *          *
—¿Te has vestido de novia para forzarme al matrimonio?
—No seas tonto. Es sólo nieve. ¿Y tú? ¿Te has vestido de novia para seducirme?
—No seas tonta. Son sólo canas.

*          *          *
Me besa en los labios. Su aliento huele a humo de carbón. Me agarra el cuello con su mano y ya no hay firmeza. Ya no me vuelve loco su beso, pero no aparto mi boca de sus labios. Siento compasión cuando abre ligeramente sus dientes y humedece mis labios con su lengua. Compasión por su traje de novia y por mis canas.
La he besado tanto en estos veinte años que ya no distingo el sabor de su saliva del sabor de la mía. Su gusto a humo de carbón del mío a humo de tabaco. Agarro su cintura y noto los huesos semidesnudos cuando mis dedos resbalan por su caderas. La primera vez que la amé me pareció esbelta, ahora está flaca, terriblemente flaca. No se han caído sus carnes con los años, simplemente han desaparecido. Su piel fue morena por el eterno verano de su patria olvidada; ahora es gris, como si un asfalto pálido subiera por su cuerpo.
Avanzamos por las calles heladas, sopla el viento. El número de perros abandonados se ha multiplicado por diez en apenas dos años. Se lo comento y ella me corrige:
—No son perros abandonados; son perros sin amo. Es algo muy distinto. La gente les trae comida y nunca los echa de los rincones calientes que ocupan.
No puedo llevarle la contraria. Al dejar en metro en la estación de Theseio he visto un perro enorme durmiendo junto al calefactor que había bajo la ventanilla de las taquillas.
Todos los perros que he ido encontrando tienen una mirada tan triste y humana que me agota mirarlos.
Seguimos caminando hacia el hotel, bordeando la Acrópolis. No me cansa jamás su belleza y mis ojos se ejercitan en rápidos movimientos para plasmar cada detalle de la luz artificial entre los mármoles.
—Si me dejas que te lave la cara en el hotel y te borre los grafitis yo me afeito las canas de la barba.
—Hecho.
Chocamos los nudillos de las manos como los viejos camaradas que somos. Sellamos el pasado con un gesto marinero y una sonrisa sincera.
—¿Te vas a quedar a pasar toda la noche conmigo?
—Sí. esperaba que me lo pidieras; pero sabes que mañana por la mañana me iré al amanecer. Tengo que vigilar la salida del sol por detrás del Himeto.
Al llegar al hotel nos desnudamos casi justo después de cerrar la puerta. Reconocemos nuestros cuerpos con los dedos, como ciegos deslumbrados por los detalles brillantes de nuestro pasado. Después son los labios los que hacen el mismo recorrido. De sus caderas a sus pies, desde mis hombros a mi ombligo. Otra vez son nuestros cuerpos un ardiente campo de batalla, pero tanto ella como yo somos ahora ejércitos agotados. Soldados consumidos. Soldados vencidos.


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