Ofrenda

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viernes, 23 de marzo de 2012




Pero ahora que se han despertado las serpientes
tú vistes tus antiguas galas


Kafeníon Mouragion, 28 de diciembre de 2011

Va cayendo melancólica la tarde en esta hora temprana. Esta geografía tan al este le resta tiempo a mis días y el anochecer es el presente en la hora del café.
Mis pies agradecen este calor y la comodidad de esta silla de cojines mullidos y mimbre. Por la mañana he recorrido la costa de la bahía de Pigadi buscando las ruinas de una basílica paleocristiana del siglo V, la Basílica de Afoti. Unas columnas blancas, el resplandor de mármol viejo compitiendo con el del mar y luchando por sobrevivir entre gigantescos complejos hoteleros al norte de la ciudad. Muchas veces el camino es mejor que la llegada. Antes de las ruinas he entrado en una casa de la playa que parecía abandonada. Entro con pasos sigilosos para no despertar a los fantasmas que puedan haberse quedado pegados a la memoria de la cal desconchada.
Una nevera abierta y una cama destrozada pero no en desuso. Un espejo colgando de una ventana y una brocha de afeitar. En un alfeizar un par de zapatos marrones muy desgastados y un estropajo junto a una botellita de detergente. En una pared, con una impresión clara y reciente, una larga serie de números con su traducción al árabe en la columna de al lado.
Oigo un ruido y salgo de la casa. Temo estar violando espacios ajenos.
Cerca hay una taberna marinera con nombre de viento: Flisvos. El viento me recuerda el beso ligero y tímido de algunos niños.
Poco a poco regreso hacia el apartamento. He hecho compra para la comida de hoy: pan, un trozo de queso de cabra y mandarinas.
Con mis bolsas entro en la iglesia del pueblo. Soy imagen de la cotidianidad de la isla. En sólo dos días formo parte de la población y a nadie le extraña mi presencia. Un extraño más llegado del extremo occidente.
El café se ha llenado de gente y voces y, mientras te escribo y te enseño Kárpathos, suena en los altavoces un fado de Amália Rodrigues, su Cançao do mar. Ese fado que habla de mares, de marineros y barcos que esta tarde me visita en un café del puerto.
Me voy por unos instantes a Lisboa y la ciudad se muestra a mis recuerdos en un plano que se va abriendo poco a poco. La primera imagen es la de tu mano, algo manchada de barro. Acabas de plantar un almendro que se llama «Eternidad» en un jardincito mínimo de mi barrio. De tu mano paso a tu rostro y desde este a las calles de Lisboa. Estás ya para siempre ligado a la ciudad, no tienes escapatoria. Mi recuerdo te retratará para siempre en la pendiente de la Rua da Bica.
Haris Alexiou me trae de nuevo a Grecia. Tras el amplio ventanal ya no hay más que una oscuridad profunda interrumpida por las luces decadentes de los adornos navideños de un tiempo de crisis.
Se han borrado de mi horizonte las montañas de Kárpathos. ¿Sabes que en ella vivió un día el titán Iapeto? Pues sí, así fue. El hijo de Urano y Gea vino a vivir aquí en un tiempo que fue anterior incluso a la prehistoria, en el tiempo de los mitos que me gustaría contarte. Mitos como cuentos que acompañen tu sueño.
Seguramente los tiempos de Iapeto fueron más felices que los que habrían de venir luego.
La isla fue ocupada por los pueblos del mar ya en la prehistoria. Luego ya la tomaron los minoicos y los micénicos. El lugar desde el que ahora te escribo se llamaba entonces Posidio, un claro homenaje lingüístico al dios del mar que aquí tenía uno de sus santuarios, sobre la roca donde hoy se levanta la iglesia de San Savvas.
Durante la Edad de Bronce fue uno de los puntos más importantes del Egeo por su comercio con Creta. Viendo el mapa de Grecia me parece imposible que alguien supiese entonces que aquí había una isla. Está tan alejada de todo... Hasta el siglo XIV a.C. la isla tuvo un marcado carácter minoico, pero entonces llegaron los bárbaros del norte, algo que este país conoce bien, y los micénicos se apoderaron de la isla. Una vez que abre la puerta de las invasiones ya no hay quien la cierre, y los habitantes de la antigua Posidio se tuvieron que refugiar en el interior de la isla, allí construyeron las nuevas ciudades. Las costas no eran seguras, se habían convertido en el caladero favorito de los piratas.
Con una costa insegura y unos invasores cada vez más informados de las bondades de la isla, la visita de árabes, genoveses, como el famoso pirata Moresco, venecianos y otomanos se fueron sucediendo a través de los siglos. El XX tampoco trajo nada bueno. Los italianos se apoderaron de la isla durante la Primera Guerra Mundial y en la Segunda la ocuparon los nazis. Impresiona saber que esta tierra es de Grecia desde hace apenas sesenta años. Impresiona porque es una tierra demasiado griega para no ser de Grecia.
Cuando miro atrás y veo toda esta historia formando parte del aire y el paisaje, comprendo mejor al pueblo griego. Su objetivo es muchas veces disfrutar el día a día, celebrar cada instante de la vida y olvidar los dolores. Quizás es lo que se aprende cuando todo aquel que te visita sólo te regala muerte.
Nadie recordó cerrar la puerta de los invasores y otra vez vienen a visitarnos desde el norte.
Ahora los invasores son más civilizados, ya no vienen en barco. Ahora se llaman mercado y euro, imponen sus invasiones sin batallas ni sangre, asfixian sin cuerda y también matan. Matan al enemigo en casa bajo la forma de un gobernante sumiso y obediente con los invasores; feroz con los humildes habitantes de esta tierra. ¿Quién puede defenderse? ¿Quién sabe defenderse?
No hay ya nada que llevarse de entre estas ruinas. Ya nadie quiere defenderte. Áspera tierra de Grecia. Guijarros arrojados al mar y al ojo malherido de la suerte...

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